viernes, 31 de diciembre de 2010

El Regalo perfecto VII (Final)

VII

Pasaron los días, las semanas, y los meses desde que Sara había muerto. Por inusual que pareciera, no estaba apenado. No sentía tristeza ni vacío y menos aún visitaba el nicho donde estaba enterrada la pequeña.
Amber seguía sin aparecer y Melvin era raro el día que no venía borracho, con un ojo morado o el labio partido. Aún seguía sin explicarse cómo había crecido tanto en tan poco tiempo. Pero esa noche de abril su hijo no llegaba. A la mañana siguiente aporrearon la puerta de casa.
-Policía, abra la puerta señor Porlson. –apremiaba una voz varonil.
Marc corrió, se puso una bata, y abrió apresuradamente con los ojos aún pegados.
-¿Si? –preguntó adormilado.
El agente confirmó de nuevo si era el padre de Melvin Porlson. Tras eso le anunció que su hijo había sido tiroteado en un callejón, al parecer por un asunto de drogas.
Marc estalló, no podía más, fue la gota que colmó el vaso. Había perdido a toda su familia. Su hija, bastarda o no, había muerto aplastada por un caballo, la puta de su mujer se había fugado sin decir nada y el drogadicto de su hijo había muerto en un callejón como un vulgar delincuente. Y él no había hecho nada que contribuyera a ello. No era culpa suya. Todo había ido a peor, al menos para Melvin, desde el día de navidad. Pero en ese instante y con un vaso de whisky delante todo lo vio más claro. No solo para Melvin.
Se vistió, buscó el sobrante de lazo morado de atar regalos y se marchó en busca de la maldita tienda donde había adquirido ese objeto del diablo.
No le costó mucho encontrar el callejón, y aunque todos se parecían mucho, recordaba que era la parte de atrás de un cine abandonado.
Allí estaba la tienda. Destartalada por fuera como la encontró la última vez. Entró decidido, sin miramientos, pero se detuvo en seco. Estaba oscura, iluminada con unas pocas velas. Era igual de estrecha que se veía por fuera, con el suelo de madera, que crujía a cada paso. En los estantes de madera carcomida, libros antiguos y objetos siniestros. Alguna telaraña colgaba de una lámpara con las velas consumidas y el polvo ocultaba el verdadero color de la cosas.
Marc carraspeó. Y en ese instante, el joven que lo había atendido meses atrás, apareció. Miró a su cliente con una sonrisa. Era una sonrisa astuta, cuya intención era enmascarar palabras hirientes. Marc dejó el lazo sobrante en el mostrador y miró calmado al joven de ojos claros. Cualquiera habría esperado a ver si el cliente decía algo a continuación, pero el tendero no lo hizo:
-¿Encontró el regalo perfecto, señor?
-Sí. Sí lo encontré –respondió Marc serio, mientras sus ojos taladraban al muchacho. –para mí. –terminó con una sonrisa en la cara y la maldad en los ojos.





Miguel Ibáñez S. ®

El Regalo perfecto VI

VI

-Mira papá, mira como monto. –gritaba la niña sin soltar las riendas, mientras el caballo marchaba al trote suave.
-Ya te veo, Sara. Muy bien. –decía Marc saludándola.
A sabiendas de que lo más seguro es que no fuera su hija, sintió un profundo orgullo al verla demostrar tanta madurez y control con un caballo tan grande y ella con tan solo 6 años. Una parte de él quería no tenerla como hija, pero por otro lado ese orgullo no se lo había hecho sentir nadie. Además, ella no tenía la culpa de los desvaríos de su madre.
En ese instante un grito desolador llegó a Marc y lo sacó de sus pensamientos. El caballo de Sara se había descontrolado y corría por la pista de tierra. La niña había soltado las riendas y el caballo saltaba y brincaba enloquecido. Pero en ese momento, que Marc vio a cámara lenta, el caballo intentó saltar una valla en su alocada carrera, tropezó y cayó, mientras la niña se perdió bajo su peso.


Miguel Ibáñez S. ®


jueves, 30 de diciembre de 2010

El Regalo perfecto III, IV y V

III

Al día siguiente por la mañana, mientras Amber visitaba el L’Anjou café, Marc llevaba a Sara al club de hípica para comenzar sus clases de montar. El día fue redondo para todos, menos para Melvin que se había quedado en casa durmiendo.
Pasó una semana. En ella Amber había conocido a mucha gente, entre la cual se encontraba desde repelentes pijas niñas de papá, hasta mujeres mayores con abrigos de visón. También se pasaban por allí atractivos hombres de negocios a los que, inevitablemente Amber les había echado el ojo. En el club de hípica, Sara dominaba cada vez mejor la técnica y al caballo, bajo la atenta mirada del que posiblemente no fuera su padre. Por otro lado Melvin apenas pisaba la casa. Salía por la noche y volvía al día siguiente ido perdido. Había crecido bastante durante los últimos días. Ahora aparentaba tener más de 25 años. Pero unos veinticinco muy mal llevados, entre drogas, alcohol y mala gente.


IV
-Vaya, veo que está usted casada. –dijo el hombre 
mientras observaba la alianza de Amber.

“Mierda”, pensó ella a la vez que intentaba ocultarla con la otra mano.
-En realidad, estoy en proceso de divorcio. –sonrió ella pícara.
-Oh, en ese caso no le importará que me tome algo con usted.
-Por supuesto que no, gentil hombre. Acompañe a esta solitaria señorita. –dijo con voz provocativa.
Ambos se miraron profundamente, intentando adivinar qué decir para que acabaran donde querían acabar. La conversación continuó sin mucho acierto, mientras las tazas de café daban paso al té y después a los martinis. Hasta que:
-Somos dos almas solitarias sin nadie a quien ofrecer nuestro cariño. –dijo el hombre de forma empalagosa.
Amber le contestó con una sonrisa y una invitación a su entrepierna, que con toda seguridad sería una invitación de él a su cuenta corriente.

V

Era martes otra vez, la semana había pasado volando. Esa mañana Marc se llevó una desconcertante sorpresa. Su mujer no estaba. Habría podido pensar que había madrugado, cosa de lo más inusual en ella, pero recordó que no había pasado la noche allí tampoco. Su ropa ni ninguna de sus cosas estaban. Tampoco recordaba si habían estado allí la noche anterior. Sara entró en ese momento en la habitación:
-Papi, tenemos que ir a caballo. –dijo restregándose los ojos de sueño.

Al salir por la puerta, Melvin entraba, borracho como una cuba, con los ojos rojos y un tufo a alcohol y a marihuana que se olía por todo el pasillo.
-¿Qué coño?... –dijo Marc al verlo.
-Papá ¿qué le pasa a Mel? –preguntó Sara.
Marc no contestó. Cogió a su hijo del pescuezo y le metió la cabeza debajo de la ducha:
-Cuando vuelva más te vale que te hayas cambiado y despejado, que ya hablaremos. Voy a llevar a tu hermana a caballo. –pero antes de salir. –Ah, y llama a tu madre, a ver dónde cojones se ha metido. –y dio un portazo.





Miguel Ibáñez S. ®

El Regalo perfecto II

A la mañana siguiente, los niños, Melvin y Sara, corrieron a despertar a sus padres, Marc y Amber, ansiosos por abrir los regalos.
No se hicieron esperar y en bata, antes de desayunar se dispusieron a ver qué les había regalado Santa. Sara, la pequeña, fue la primera en abrir un paquete mediano que resultó tener un papel muy colorido. La niña miró con desasosiego a sus padres y comenzó a llorar, hasta que Amber cogió el papel y lo leyó. Era un abono para todo el año en un club hípico. Cuando la madre se lo explicó a la niña, ésta dio saltos de alegría y se lanzó a los brazos de su madre. Melvin fue el siguiente en abrir su regalo, pero antes de hacerlo miró a su padre:
-Espero que este año sí sea una videoconsola y no un estúpido libro. –dijo con una sonrisa maliciosa.
-Nunca se sabe. –dijo Marc sonriendo.
-Eso es que no lo es. –respondió el niño indignado aún sin abrir el paquete. –joder, cuando sea mayor me compraré 100 videoconsolas para mí solo. –dijo mientras abría por fin el paquete.
Al ver lo que contenía el chico dio un grito de rabia:
-¡¡¿ROPAAAAAAAAAAAAAA?!! –dio una patada a la caja. Sacó una camisa. –¡Y encima es demasiado grande! –dijo esto y se fue a su habitación soltando improperios.
Marc y Amber se quedaron parados mientras Sara daba vueltas por el salón haciendo como que montaba un caballo invisible. Para liberar la tensión creada tras el estallido de Melvin, Marc señaló a su mujer un pequeño paquete bajo el árbol:
-Ese creo que es tuyo. –sonriendo.
La mujer, ilusionada lo cogió y lo abrió.
Era un carta color crema con el logotipo de un conocido café de alto standing donde se reunía la gente más acaudalada de la ciudad. El sobre contenía una invitación de color negro con filigrana de oro viejo y letras estilizadas, donde se ofrecía a la Señora Amber Porlson una mesa reservada exclusivamente para ella durante un mes, junto con una consumición diaria. La mujer saltó y gritó de alegría y se lanzó a los brazos de su marido.
-Siempre he deseado ir a ese sitio y tomarme aunque fuera un vaso de agua, y charlar con esa gente, y sentarme en uno de sus mullidos sofás, y respirar el aire que respiran los ricos y… -Marc le puso un dedo en los labios para que se tranquilizara. Ella lo hizo, al menos en apariencia. La mujer miró a su hija, la cogió, la sentó en el sofá, le puso los dibujos animados y le dio su peluche preferido. Hecho eso agarró a su marido y lo condujo a su habitación.
Allí, Amber comenzó a desnudarlo con premura, mientras él hacía lo mismo con ella. Lo hicieron, mientras ella gemía y él se metía cada vez más adentro salvajemente. No se besaban casi. Hacía tiempo que no hacían el amor, desde que Marc se enteró de que su mujer le había sido infiel hacía unos tres años. No, ahora lo que hacían era…
-…follar otra vez.
Marc y Amber se sobresaltaron y se apresuraron a cubrirse con las sábanas, mientras una voz ronca hablaba desde la puerta ahora abierta.
-¿No puede uno estar tranquilo sin escuchar esos gemidos tan espantosos de yegua en celo? –su cara seguía siendo reconocible, a pesar de una sombra de vello bajo la nariz y en la barbilla, pero su voz había cambiado.
-¿Melvin? -dijeron al unísono.
El chico puso los ojos en blanco cansinamente.
-¿A quién esperáis, al conejo de pascua? –dijo el chico, cuya apariencia había pasado de los 13 a los 17 años, marchándose y cerrando la puerta.





Miguel Ibáñez S. ®

El Regalo perfecto I

La mañana del 24 de diciembre Marc saltó de la cama como si un muelle le hubiera pinchado el culo. Su mujer dormía despatarrada a su lado y sus hijos aún no se habían levantado a ver la tele, como hacían siempre que no había colegio. Se vistió, tomó un café solo y salió a la fría mañana invernal.
Eran ya las 12 y Marc había recorrido más tiendas en esas 3 horas que en todo el año. El bullicio, las largas colas, las existencias agotadas y el bajo presupuesto del que disponía, no dejaban otra opción al pobre hombre que volver a su casa con el fracaso reflejado en su rostro.
Atravesó por un maltrecho callejón lleno de cubos de basura y con oxidadas escaleras de emergencia salientes de los edificios. Pasó por delante de un destartalado establecimiento sin que este llamara su atención. Pero en ese instante, la campanilla de la puerta sonó y un satisfecho cliente salió con una amplia sonrisa en la boca y un pequeño paquete entre sus manos. Marc se quedó parado un instante con el entrecejo fruncido mirando al hombre que se alejaba. Volvió su mirada a la tienda. Había un gran cartel que decía: “ Su regalo perfecto por mucho menos de lo que le gustaría pagar”
-¿Mucho menos de lo que me gustaría pagar? –se preguntó Marc en voz baja -¿el regalo perfecto es gratis? –arqueó las cejas y sin pensarlo entró.

La campanilla volvió a sonar anunciando al tendero la llegada de un nuevo cliente:
-Muy buenas, caballero. –lo saludó amablemente el vendedor.

-Hola –dijo escuetamente Marc sin mirarlo.

Observó la tienda contrariado. Desde fuera se veía mucho más pequeña y oscura. Lo cierto era que la destartalada y lóbrega tienducha vista desde fuera, no era nada en comparación con lo que dentro ofertaba a los cinco sentidos. El suelo era de parquet, con tramos cubiertos por una gruesa alfombra color escarlata y bordes dorados. Había estantes y mesitas de madera que parecían recién barnizados y brillaban a la luz de algunas velas y de una gran lámpara de araña colgada del techo. En los estantes había todo tipo de objetos comunes, como velas de colores, cajitas de madera para guardar cosas, figuras típicas navideñas, algunos juguetes clásicos de toda la vida como peonzas o diábolos; también había objetos difíciles de encontrar como varillas aromáticas, algunas joyas extrañas que parecían antiguas, algún armario antiguo en venta y objetos cotidianos como pipas o ceniceros pero con formas extrañas. Y finalmente artículos que Marc no había visto en su vida y tampoco sabía para qué servían, pero cuyo aspecto fascinaba e infundía prudencia a la vez.
El ambiente era cálido y olía a canela, vainilla o frutas exóticas, dependiendo de la zona de la tienda. Marc se quedó ensimismado mirando juguetes que lo devolvían a su infancia, objetos que serían las delicias de cualquier coleccionista y otras tantas cosas que incluso le daba rabia no saber qué eran.
-¿Le puedo ayudar, señor? –insistió con cortesía el tendero sacando a Marc de su trance.

-¿Eh? ¿cómo? Sí –dijo torpemente. –primero felicitarlo por este magnífico rincón que tiene aquí. –dijo abarcando toda la tienda con la mirada. –y… bueno, andaba buscando regalos… -el tendero lo miró invitándolo a que concretara más. –para mi mujer y mis dos hijos; una niña de 6 años y un chico de 13.

-Muy bien, y… ¿había pensado en algo? –le preguntó el vendedor.

-Pues no, la verdad, es que tampoco tengo mucho presupuesto que destinar… -y de repente le vino el motivo por el que había entrado. –es que he visto ese cartel en la puerta, el del regalo perfecto y…

-Am entiendo, espéreme un segundo, ahora vuelvo. –dijo con tranquilidad y se marchó a la trastienda, por una puerta tras el robusto mostrador donde descansaba una antigua máquina registradora.

Marc continuó observando la tienda desde su ubicación frente al mostrador. El instante que tardó el tendero le dio tiempo incluso a pensar en su aspecto. De altura media y delgado, vestía un chaleco color gris y camisa a cuadros bastante ajada atravesada con tirantes que sujetaban unos pantalones que Marc no alcanzaba a ver. Tenía el pelo corto, oscuro y enmarañado. Su rostro de nariz respingona era joven, pero sus ojos claros reflejaban el paso de los años que su cara no mostraba.
Cuando volvió lo hizo con un pequeño rollo de lazo color morado para atar regalos. El rostro de Marc se contrajo extrañado.
-¿Qué es eso? –preguntó

-Lazo para atar regalos, señor. –contestó con una media sonrisa.

-Sí, ya lo veo, ¿pero de qué me sirve si no tengo regalo que atar? –Marc estaba a punto de perder la poca paciencia que tenía después de toda la mañana.

-De acuerdo, vamos al grano. –dijo el tendero tajante pero cortés. –sé que no me va a creer si se lo cuento, por lo que iré directamente a la demostración.
El tendero de nombre desconocido cogió un pequeño paquete y lo ató con un trozo de lazo.

-¿Qué es lo que quiere ahora? –le preguntó a Marc

-¿Cómo? –Marc estaba ahora confuso más que impaciente.

-No lo diga, sólo piénselo. Piense en lo que quiere ahora. –dicho esto le entregó el paquete.
Marc lo abrió lentamente con desconfianza como si le fuera a estallar. Al desatar el nudo y quitar la tapa del pequeño paquete, dentro encontró una foto suya, de antes de casarse y un billete de 100 dólares. Sonrió sin comprender a qué venía lo de la foto. ¿Qué diablos hacía una foto suya allí?

El tendero sonrió al ver la cara de Marc.
-Este lazo convierte cualquier regalo en lo que realmente el que lo recibe quiere.

-¿Es… es… está seguro? –preguntó el hombre al vendedor.

-Segurísimo, pero como todo, tiene su truco y limitaciones. –no esperó a qué Marc preguntara. –cada trozo sólo se puede usar una vez. El tamaño del regalo que salga no será superior al de la caja que lo contendrá. No saldrá un coche deportivo de un sobre por mucho que lo desee, créame.

Marc sonrió nervioso:
-¿Cualquier cosa que desee?

-Ah, bueno, esa era la otra regla. Nadie morirá directamente al abrir el regalo. Principalmente porque es estúpido desear tu propia muerte, pero sí podría salir un revólver –el tendero rió. –no puedes sacar amor, ni paz, ni aprecio, curar el hambre en el mundo, ni nada que no esté inventado, como vacunas o naves espaciales. –se frotó la barbilla. –creo que no se me olvida nada.

El rostro de Marc cambió cuando pensó una cosa:
-Vale, ¿cuánto va a costarme esto? –preguntó

-¿Cuánto desearía pagarme?

-Absolutamente nada, pero no me parece jus… -dijo Marc mirando el billete de 100 dólares.

-Ah, ah , ah, he dicho lo que usted desee. –sonrió gentilmente.

Marc lo miró, era demasiado fácil. Tiene que haber alguna trampa. Seguro que al salir, en el callejón algún compinche suyo me atraca. Pero bueno, fue optimista por un momento –creo que ya he cubierto el cupo de infortunios- pensó, y se fue de allí sin mirar atrás con un breve “hasta otra”.
-Feliz navidad, señor. –dijo el tendero desde detrás del mostrador cuando Marc casi hubo salido.

Llegó a su casa a la hora de comer. Su mujer había encargado comida china y la servía torpemente en los platos. Sus hijos armaban jaleo en el salón mientras la tele estaba a todo volumen. Besó a su mujer y le explicó que había pasado toda la mañana de tiendas buscando regalos y que los había dejado encargados.


Pasó toda la tarde pensando qué le habría gustado recibir a cada uno. Su hijo, desde luego quería la última videoconsola que había salido. Su hija un caballo de verdad, para montarlo, cepillarlo y darle terrones de azúcar, pero para ello no había una caja tan grande, y desde luego no iba a “meter” un caballo en el apartamento. Su mujer querría joyas o dinero para ellas, por lo que un sobre o una cajita estaría bien. Envolvió cajas con tamaños acordes con lo que creía que querría cada uno y dentro metió algo para que pesaran un poco y no fueran meras cajas vacías bajo un abeto de navidad.



Miguel Ibáñez S. ®

El Regalo perfecto (presentación)

Podría ponerme a hacer balance sobre el año que acaba, que para mí ha sido bastante satisfactorio en muchos aspecto, aunque no todos pueden decir lo mismo. En fin, pues en lugar de una banal lista de logros y cosas por mejorar, prefiero ofrecer algo de mi propia imaginación. Algo que ofrecer a mis lectores más asiduos y acabar decentemente el año. En pos de más creaciones.


AVISO: Este relato es una obra de ficción. Los personajes, los hechos y los diálogos son productos de la imaginación del autor y no deben ser considerados como reales. Cualquier semejanza con hechos o personas verdaderas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

EL REGALO PERFECTO

Marc quería a su familia. Aunque últimamente no lo había demostrado mucho. El estrés, las deudas, el trabajo y las malas inversiones ocupaban el poco tiempo libre que antes tenía. Lo cierto era que su familia tampoco se lo ponía fácil. Unos años atrás había estado a punto de divorciarse de su mujer por una infidelidad de ésta. La hija pequeña de unos 6 años que ambos tenían no estaba segura de que fuera también hija de Marc y el hijo mayor de ambos era un niño mimado y desagradecido que entraba en la fase temprana de la adolescencia. No, no era fácil querer algo así, pero Marc lo intentaba compensar siempre que podía pero eso nunca era suficiente. 

Llegaba navidad y con ello nochebuena, la noche de Santa Claus previa a que al día siguiente todos brincaran de alegría al ver los regalos que les había traído el abuelo bonachón vestido de rojo. Era una ocasión perfecta para dejar atrás malos tragos y unir lazos. En esta época todo se perdona, o al menos se finge que se hace. Era una época de paz y alegría, pero también de mucha mentira y deseos ocultos.

***




Miguel Ibáñez S. ®

martes, 28 de diciembre de 2010

Día de lo absurdo

Ummm 28 de diciembre... ¿a qué me suena? este... a ver... ¡Bah! mientras intento recordarlo, a la vez que me tomo un respiro de fisiología, dejo por aquí alguna tontería de las mías. Sí, actualización chorra porque me da la gana... bueeeeno y también porque no tengo ningún relato o paja mental que ofrecer ¿contentos? pues ¡ala! os dejo con lo absurdo en formato vídeo:


Felices comilonas, regalos, quedadas familiares y amigales, luces y adornos, belenes, etc etc, en resumen: ¡Feliz navidad, mandriles!



domingo, 19 de diciembre de 2010

La amante olvidada

Podría haber apurado el culo de mi vaso de whisky, pero no lo hice. Mi boca estaba seca y mi respiración aún agitada. No era ese brebaje de tonalidad ambarina lo que mi cuerpo me pedía, y mi mente tampoco. Me recosté y miré a mi izquierda. Su respiración ya era pausada y el sudor de su cuerpo se había evaporado. Se había dado la vuelta, mostrándome su hermosa espalda con algún lunar aquí y allá, y un interesante tatuaje que se unía con el brazo y cuyo significado desconocía. Me había parecido ver también alguno al final de vientre; no lo recordaba, demasiada mierda. Me levanté despacio para no perturbarla y fui a coger un refresco. Me lo bebí casi a trago y volví a la cama. De camino fui observando mi habitación: libros en cada uno de los estantes con alguna figura entre ellos, ropa por todos lados, folios por el suelo, quizás algún relato que había escrito, producto de mi infame imaginación, y en un rincón, mi guitarra. Sonreí al verla. Hacía tiempo que no la usaba, que no le hacía el amor, que mis largos dedos no la acariciaban. Me había olvidado de ella. La había cambiado por mis relatos, novelas y por sexo, pero allí estaba, dispuesta a que hiciera con ella lo que quisiera, como una buena amante. La cogí y me volví a la cama. La afiné. Me llevó menos tiempo del que pensaba, quizás no te he tenido tan abandonada, pensé, pero el tiempo me había parecido eterno. Acaricié su lomo color caoba como si acariciara la piel de una mujer, con delicadeza.

La chica a mi lado comenzó a desperezarse, y no sé si fue el movimiento de su pelo, el tatuaje de su hombro o su pecho desnudo, pero me hizo entonar una melancólica melodía. Mis dedos danzaban sobre mi Gibson acústica con una aparente armonía sobre las cuerdas, mientras producían tristes notas cuyo origen no podía vislumbrar. Miré por la ventana desde mi cama; estaba lloviendo. Las gotas resbalaban por el cristal, mientras todo en mi habitación me parecía gris. Noté una tierna mirada clavada en mí:
-Es un poco triste eso que estás tocando ¿no? –me dijo con la cabeza apoyada sobre su mano.

Me quedé pensando, mientras la guitarra y yo comenzábamos a ser uno. Me detuve un instante. Entonces lo supe:
-¿Y no es esto triste? –pregunté. Ella me miró contrariada. –Sí, esto, terminar de hacerlo.

En ese instante me besó, sonrió y se quedó a mi lado, deleitándose con la tristeza y a la vez la alegría de los momentos pasados.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Games of Thrones

Conforme pasa el tiempo, y nos aproxima al estreno en la pequeña pantalla de la adaptación de esta fantástica (en los dos sentidos) serie literaria, más nos ponen los dientes largos a los seguidores de esta novela río única en su género.

No podía faltar pues, un reflejo de lo que será la inversión más grande que se haya hecho en una serie de televisión. Os dejo algunos de los varios avances que ha lanzado la HBO sobre la serie:







Que los disfrutéis ;)




martes, 14 de diciembre de 2010

Pendidos...

Tras una caminata que pareció eterna, en un silencio roto por los sonidos de la selva, llegaron al esperado puente, tras el cual tenían que abandonar la senda.

El puente cruzaba una estrecha garganta de más de doscientos metros de caída, cuyo final era imperceptible por la densa capa de niebla, que confería más siniestralidad al foso que conducía hacia lo desconocido. Tampoco se divisaba el otro extremo de la pasarela a pesar de que no llegaba a los quince metros de longitud. La estructura era de hierro con travesaños de madera que, en apariencia, le conferían cierto halo de seguridad. [...]

La pasarela se tambaleaba levemente al paso de los cuatro, cosa que no preocupó demasiado a Rudner, pero que sí tenía acobardados a Jodl y Mole. Ambos experimentaban el temblor en sus piernas y la agitación de su pecho.[...]

Jodl y Mole iban muy juntos desoyendo el consejo del veterano del grupo de pisar sólo con un pie en cada balda. Querían salir de allí cuanto antes. Cuanta más prisa se dieran, mejor. Y eso fue lo que les instó a acelerar el paso y ponerse a la altura de la mismísima espalda de Rudner.

-¿Qué coño estáis haciendo, tarados? –rugió en voz baja a Jodl y Mole. –he dicho que os separéis y no pongáis todo el peso en una misma tabla, o conseguiréis que nos matemos.

Al ver el pequeño alboroto, Doley aceleró también el paso y los alcanzó:

-¿Qué pasa ahora, viejo? ¿se te ha dislocado la cadera…? ¡Aaaaah! –una madera se partió a su paso y el jefe del grupo perdió pie.

Los dos más jóvenes se quedaron petrificados mientras Doley, cuyas manos resbalaban, pedía ayuda pendido de una tabla. Su farol había caído al vacío y su luz se había perdido entre la niebla que impedía ver el final de la garganta.

-No os quedéis ahí parados, imbéciles. –su voz era pura agonía y quedaba enmudecida por el esfuerzo que hacía para no caer. –¡ayudadme! –sus pies se sacudían en el aire, mientras las venas de su frente palpitaban y su rostro se volvía carmesí.

Rudner pasó todo lo rápido que pudo entre Jodl y Mole y llegó hasta el sargento. Se arrodilló y le tendió la mano:

-Aguante –dijo mientras tirada del apurado Doley.

-Eso llevo haciendo…-resoplaba. -…toda la noche, maldito imbécil.

Rudner no dijo nada y continuó tirando con un esfuerzo que superaba sus posibilidades. La madera bajo sus pies comenzó a crujir y éste se dio cuenta. Se detuvo un instante.

-¡Vamos, viejo de los cojones! –apremió el jefe del grupo. –no tengo toda la noche. –mientras pataleaba y hacía también esfuerzos por trepar por el brazo de Rudner como si fuera una liana.

Pero en ese instante, algo en la mirada de Rudner hizo a Doley tener más miedo que en toda la noche. Los ojos del viejo sargento se oscurecieron, sus aletas nasales se abrieron y sus labios se tensaron.

-Ni se te ocu… -comenzó a decir Doley, pero Rudner soltó sus manos y su cuerpo se perdió en la niebla con un sonoro alarido.




domingo, 12 de diciembre de 2010

Californication y otras hierbas

Bueno, bueno. Hace miles que no dejo caer ninguna de mis parrafadas por aquí. Pues nada, tocaba dar la cara. Primero para decir que me encuentro en un momento bueno de mi vida, no demasiado espectacular, pero si bueno y lleno de expectativas y proyectos, y segundo para dar mi punto de vista sobre una serie, que muchos conoceréis, sobre un escritor que ha perdido su inspiración. Sí, como yo, pero la diferencia es que a mí me ha vuelto y me he arrancado de nuevo a escribir. El truco… quizá haya sido el ponerme a estudiar >_<>

Pues nada, nuevo proyecto y nuevas perspectivas. Pero entre medias tenía que llenar el hueco que me dejan las series a las que estaba enganchado (How I met your mother y The Big Bang theory), dado que tengo que esperar cada semana a que saquen capítulo nuevo. El hueco lo ha llenado, después de sugerencias y sugerencias de mis colegas, Californication.

Empecé a verla sin mucho ánimo pero con bastante expectativas, dadas las críticas y su popularidad. Y la verdad, mi veredicto es positivo, tal es así, que voy a seguir viéndola. Es divertida, fresca e ingeniosa. Tiene dosis de humor a raudales, sobre todo por algunas situaciones embarazosas que te dejan con la boca abierta y un “¡joder!” que no puedes evitar soltar mientras te ríes, sentimientos y, sobre todo, sexo.

Me gusta el tono que está tomando, me gusta la temática del escritor con una vida de mierda, arruinado, enamorado de su ex, sin inspiración, pero que f&%$ como solo un dios griego haría. Muchos lo envidiamos, que primates somos, parecemos nuestros parientes los bonobos, pero él no se siente satisfecho, aunque a veces intenta aparentar que sí. Lo cierto es que me identifico en algunos aspectos con Hank Moody, pero no quiero adelantarme en paralelismos.

Pero bueno, tampoco puedo hablar mucho dado que solo llevo la mitad de la primera temporada y no quiero hacerme ni haceros ideas preconcebidas sobre la serie, pero sí decir que la premierha sido una de las mejores que he visto. Punto a su favor.

Para terminar, haré una breve puntualización cinéfila: ya me siento realizado conmigo mismo, he completado la filmografía de Tim Burton con la última película que me faltaba por ver: Batman returs: murciélagos, gatos y pingüinos. Destacar la increíble caracterización y actuación de Danny DeVito y el erotismo de Michelle Pfeiffer, para completar un film tan oscuro como la cara oculta de la luna y como sólo Burton puede dirigir.

Sin más, continuaré cebándome de cine y libros (ya que los tres capítulos para concluir Festín de Cuervos me durarán 3 minutos), para ampliar mi filmo y biblioteca.

Disfrutad de vuestro tiempo libre, ese lugar donde realmente sois libres.


sábado, 30 de octubre de 2010

Discusión con mi Superyó

M-Vaya, hoy el día está gris.
A-Quizás te está instando a que compartas su estado de ánimo.
M-Será cabrón.
A-Venga, has hecho lo correcto y al parecer a tiempo.
M-Sí, creo que he conseguido no hacer daño a esa persona.
A-Por una vez en tu vida ya está bien que aprendieras, coño.
M-¿Qué quieres decir con eso?
A-Ya lo sabes y no voy a repetírtelo.
M-Es verdad y paso de escucharte, no me traes nada más que cargos de conciencia. Eres muy contradictorio.
A-Jajaja ¿Yo?
M-Sí. Unas veces eres tan visceral y otras te preocupas tanto que no sabes cómo encauzarlo.
A-En serio, por esta vez no te preocupes. Lo has hecho bien.
M-¿Seguro? Entonces, ¿por qué siento esto?
A-¿El qué?
M-Esto. Sé que lo he hecho bien, a tiempo. No he jodido a nadie. Tengo lo que quería. Estoy como quería… bueno, no quería sentirme así. Tú ya me entiendes.
A-Sí. Te entiendo, pero… ¿sientes que deberías haber hecho otra cosa?
M-No, siento que he defraudado a alguien, pero… no puedo ofrecer nada más. Esto es todo lo que puedo dar, y aunque pudiera no debería.
A-Entonces ya está, quédate tranquilo. Has hecho lo que sentías y lo que querías. No puedes forzar las cosas. No puedes crear algo si no lo sientes. Las cosas artificiales son más perecederas. No ha surgido, no lo has sentido. No puedes engañar a los demás y mucho menos engañarte a ti mismo. Si no lo sentías ya está. Punto y final.
M-Es muy fácil hablar de sentimientos cuando no los sientes en tu carne…
A-Soy tu carne, imbécil. Estoy en ti. Siento y sufro lo que tú sientes y sufres…
M-Yo…
A-¡Calla! Y encima soporto la carga de meditar sobre lo que haces. Si está bien o mal. Si es correcto o incorrecto. Si podría haber sido esto o lo otro. Estoy un poco harto, va a resultar que el problema no soy yo.
M-Vale, ya está. Asumido. No me machacaré tanto la sesera.
A-¿Vas a cerrar este asunto?
M-Sip
A-Mentiroso.
M-Bueno, dame tiempo, joder.
A-Tiempo… ese que dicen que lo cura todo y que pone a cada uno en su sitio.
M-Que sí, coño.
A-Jeje bien, esperemos que no se vuelva en contra.
M-¿Cómo?
A-…
M-¿Hola?
A-…
M-Será hijo de puta. Me ha vuelto a dejar… ¿solo?


viernes, 29 de octubre de 2010

¡Dibujetes!

De dibujos va la cosa hoy, a ver si me animo a dar rienda suelta de nuevo a este "talento" >_<


El mejor que he hecho, lamentable e irónicamente es el único que no está en mi posesión y no es recuperable. Tendré que volverlo a hacer. Hace unos 2 años.
Lo mejorcillo que he hecho, hace más de un año.

R. D. Grundding, sí. Unos 3 años o así hace que creé a mi querido personaje.

De mis primeras perlas, tendrá unos 3 años...

Espero que disfrutéis ;)


domingo, 24 de octubre de 2010

¿inmortalidad?

Corté la garganta del gallo que quiso cantar alboradas para celebrar que la noche se estaba muriendo...

...pondremos el mantel, tu quédate a mi lado,
a comernos al amanecer lo que quieran las manos,
y de postre un sol maldito que termine de volverme loco,
que ya sabes que la luna a mí siempre me sabe a poco...

sábado, 16 de octubre de 2010

Rol Canción de Hielo y Fuego


Tras un par de veladas la historia sobre una conspiración dentro de los Siete Reinos, concretamente en la zona conocida como Dorne, ha transcurrido como se narra a continuación.

Para empezar hay que presentar a los contendientes: A la dirección, Arturo de DM. Como Guerrero Ungido y comandante de la expedición/misión, Belcam Valerius, un servidor, Miguel. Sus leales montaraces: Pablo (Asmodian Arena) y Naira (Tangerine Turner). Como señora heredera del trono del castillo de Piedrapálida, llamada Zahara Caede, Mayte y finalmente, su noble amigo, pupilo de una casa vasalla, Tribel, a cargo de Elena.

Belcam Valerius, recientemente ungido caballero de Zarcus Caede, señor de Piedrapálida, ha recibido una importante misión. La misma reza así: deberá atravesar el Paso del Príncipe, un lugar peligroso y atestado de bandidos y otros peligros, para hacer escala en Canto Nocturno y de ahí hasta Altojardín. Allí deberá recoger a un pequeño señor, un Tyrell, pretendiente de la hija de Zarcus, Zahara Caede, y llevarlo sano y salvo de nuevo a Piedrapálida.

Pero cuál es su sorpresa, cuando al visitar al maestre, un hombre avispado y de honorabilidad dudable, le entrega a Belcam una carta lacrada sin abrir. Órdenes de Lord Zarcus. Éstas contradicen las de su hija Zahara, diciendo que el pequeño señor Tyrell debe morir en el trayecto de forma misteriosa. Belcam percibe algo extraño en el maestre, pero se pone en marcha sin decir nada más. Poco después de haber emprendido la marcha, comprueban que no han tomado posesiones de víveres ni agua y muy apesadumbrados vuelven para abastecerse.

Ya preparados al fin, el comandante Valerius emprende de nuevo el viaje con un contendiente de unos 20 hombres, y la disyuntiva de sus dos misiones contradictorias. Sus dos leales montaraces van delante con órdenes de ir inspeccionando el terreno inmediatamente anterior a su paso para evitar emboscadas y sorpresas. Hacen noche sin muchas sorpresas más que la de Asmodian enfrentándose (o saliendo por patas) a una especie de chacal.

Por otro lado, en Piedrapálida, la heredera, Zahara, se ha enterado de la carta que ha recibido Belcam Valerius y las oscuras órdenes que dictaba. Decide entonces emprender la marcha junto con su noble amigo Tribel para vigilar al comandante, no sin antes visitar a Zarcus, su padre.

Éste está cómicamente demente e ido. Del mismo no se obtienen más que incoherencias. Pero Zahara ha percibido algo extraño también en el maestre. De igual modo, ella y Tribel emprenden la marcha con unos 10 hombres y sin montaraces. En el camino son sorprendidos por bandidos de los que tras un reñido trato, culminado por Tribel, los acompañarán y protegerán por dinero. Lo que tiene tratar con bandidos.

Durante el día, en el grupo de Valerius, no hay muchos problemas.

Al llegar la noche, se encuentran al inicio del Paso del Príncipe. A la hora de cenar un carnero que Tangerine había cazado, el comandante nota un raro olor en la carne que nadie más percibe. La da de comer a su sargento que cae muerto por envenenamiento. Con el fin de no levantar revuelo entre sus hombres y para que la noticia no se extienda y llegue al asesino, Valerius ordena a sus montaraces enterrar al sargento en secreto. Antes le roban el dinero por sugerencia de Tangerine (muy bueno xD).

El comandante les ordena a sus montaraces que traigan unas palas de las que usan los soldados que cercan el perímetro del campamento. Con el sargento escondido en una tienda de campaña, Tangerine y Asmodian vuelven con las palas. En una paranoia, Belcam ordena a Asmodian que apuñale el cadáver para que parezca un asesinato a sangre fría. En ese instante, un soldado ebrio los sorprende y mientras se arrodilla ante el cuerpo del sargento, Belcam lo empuja a fin de ensuciarlo con la sangre del cadáver e inculparlo. Pero no hay nadie a quien mostrar la culpabilidad del soldado, por lo que Valerius le ordena malhumorado que se vaya a dormir. En ese instante, Asmodian (o Tangerine), divisan a alguien merodeando entre las tiendas del campamento. Lo persiguen, pero no dan con nadie. Alejados del cuerpo del sargento apuñalado, el pastel ha sido descubierto por soldados más avispados, junto con las palas que habían cogido los montaraces con orden del comandante Valerius (aquí es cuando un servidor se cagó en todo lo cagable: la palas!). Belcam acude de inmediato seguido de sus montaraces. Y le dan la noticia. Sus hombres se tragan su expresión de sorpresa, no así su excusa de qué hacían allí las palas. Pero tras una breve explicación (quería las palas para asegurar mi tienda, hemos visto una sombra y las hemos dejado ahí… bla, bla, bla) todo se aclara y deciden dar una sepultura digna de un oficial al sargento.

Por la mañana se ponen en camino, ahora sí, atravesando el Paso del Príncipe. El comandante nombra nuevo sargento.

Con Tangerine y Asmodian en la vanguardia, Belcam comprueba que le faltan hombres. Al instante los ve llegar con unos bandidos apresados. Tras haber uno que le saca de sus casillas, decide matarlos a todos menos a uno que se ofrece a guiarlos. Qué mejor que un bandido para conocer aquel paso.

Al poco ven venir por el principio del paso un contendiente de unos treinta y pocos hombres. Belcam realiza la formación defensiva con arqueros y picas. Un par de hombres se acercan con bandera blanca: dicen que Zahara Caede comanda el grupo. Belcam exige que sea ella la que se presente para creérselo, ya que son bandidos los que se han aproximado y a los que casi dispara.

La princesa, junto con Tribel (un muchacho que no confía en la palabra del comandante y del que duda hasta el extremo) se acercan al fin. Valerius ordena bajar arcos y picas y se arrodilla ante la princesa. “¿Qué hacéis aquí princesa, tan lejos de Piedrapálida?” la princesa, galante le da una respuesta trivial. El guerrero ungido insiste, pero haciendo uso de su altanería Tribel se inmiscuye. Belcam, con respeto, no piensa tolerar que un niñato noble de otra casa vasalla le coaccione. Pero lo cierto es que cuenta con el beneplácito de la señora Zahara. Ésta insiste con una respuesta trivial. Esta vez el guerrero ungido se conforma, pero sospecha que no está siendo sincera. Por otro lado las intenciones de Lady Zahara son claras; evitar a toda costa que se cumplan las órdenes que supuestamente dictó su padre para asesinar a su prometido… de este modo ambos grupos se unen bajo el mando de Zahara Caede y con Belcam y Tribel como consejeros.

La historia se hace más enrevesada aún. Unas órdenes contradictorias. Un maestre con dudosas intenciones. Un asesino entre los soldados y un camino peligroso. Una intriga digna de figurar en las páginas de la historia de los Siete Reinos.

Continuará…

lunes, 4 de octubre de 2010

El baile de las sombras (part II)

Pero mantuve un instante la posición, a expensas de que si había alguien sobre mi cabeza, diera la cara para comprobar si había acertado o errado el tiro.

¡Bingo!

Pensé esto en el momento en el que una maraña de pelo alborotado asomaba por el alfeizar del piso inmediatamente superior al mío, o sea la terraza; tan pronto se apoderó de mi una sensación de opresión en el pecho que me vació los pulmones dejando escapar todo el aire que contenían. Todas las articulaciones de mi cuerpo se paralizaron y experimentaron un hormigueo electrizante, mientras del cuello y las sienes empezaban a brotar estrelladas gotas de sudor que se iban enfriando conforme introducía la cabeza en el umbral de la ventana.

Medité durante un instante sobre la posibilidad de llegar al fondo del asunto. ¿Qué ocurría en mi casa? Pensé en la posibilidad de que había llegado al punto de ver cosas que nadie veía: deducción que no me hacía ni pizca de gracia, al abordar un tema que me podría tratar de esquizofrénico. Por otro lado, más realista, acusé a mi imaginación de traidora, por confundir a mis sentidos. Pero la parte más morbosa de mi maquinante cerebro insistía en que algo raro, que escapaba a mi alcance, estaba sucediendo; y era esa parte la que me instaba a que alardeara de mi temeridad y escudriñara en lo más recóndito de la noche para buscar respuesta a mi danza con las sombras.

Sin volver a pensar en ello, corrí hacia mi dormitorio y cogí un jersey y, sin tiempo para buscar las llaves de mi casa, salí disparado dejando la puerta entreabierta, para poder entrar una vez hubiera vuelto. En mi carrera por el pasillo, en cuyo final se encontraba la escalera ascendente que conducía a la azotea, estuve a punto de arramblar al pobre señor Stevens. Frank Stevens era un hombre bastante mayor que, a pesar de sus ochenta y tantos, conservaba una larga melena que no se había cortado en años y que superaba a la mía con creces. El peligro de este hombre radicaba en su carácter violento alentado a veces por una profunda demencia senil que padecía, demencia que le impidió reconocerme (después de más de veinte años siendo vecinos) cuando al pasar por su lado lo saludé brevemente.

Subí apresuradamente las escaleras que, a pesar de su brevedad, supusieron un es-fuerzo debido a mi baja forma física. Encontré abierta la puerta de la terraza, lo que no impidió que me quedara con la manivela en la mano al intentar forcejearla. En ese momento una tremenda tromba de aire me empujó unos cuantos centímetros hacia atrás; me sujeté al marco de la puerta y avancé a contracorriente con el pelo enmarañado y los ojos llorosos a causa del viento.

La terraza a la luz de la luna resultaba un hervidero de sombras; pequeñas aves, entre ellas mochuelos, luchaban al igual que yo contra el viento y también algún que otro murciélago.

El cortante viento, que era más gélido en la terraza, atravesaba chimeneas, ventanas y la parte frondosa del forraje de los árboles provocando el característico silbido que ensordecía cualquier sonido que pretendiera eclipsar la potencia del viento.

Todo a la luz de la luna resultaba inusualmente más confuso; el tintineo de una farola medio fundida, las chimeneas, todo resultaba un estorbo frente a mi propósito: encontrar una persona en el ala oeste de la terraza, que era, con mucho, la menos iluminada.

Mis pies desnudos guarecidos dentro de mis zapatillas de felpa, estaban adormecidos a causa del frío.

Pasé por al lado de los alambres tensados, en los cuales se tendía la ropa, e inconscientemente desenganché una pinza y la mantuve en la mano cuan linterna que alumbra el camino.

Me estaba acercando al lugar desde el cual supuestamente había visto a alguien. Con la repisa a escasos tres metros y los intensos escalofríos que me recorrían el cuerpo desde las puntas de los pies hasta el último nervio de mi cuerpo, mi inquietud se había transformado en pánico. Girando continuamente la cabeza en derredor comprobaba mi afortunada o desafortunada soledad en la terraza. “Venga hombre, no es para tanto ¿qué esperas encontrar mirando por una azotea a diez metros de altura?” decía una voz tranquilizadora dentro de mi cabeza.

Un último paso me separaba de mi destino. En ese instante una imponente y pesada ráfaga de viento procedente de mi flanco derecho, me desvió hacia la izquierda como imperándome a que, desde aquella situación, no me asomara a la calle.