viernes, 31 de diciembre de 2010

El Regalo perfecto VII (Final)

VII

Pasaron los días, las semanas, y los meses desde que Sara había muerto. Por inusual que pareciera, no estaba apenado. No sentía tristeza ni vacío y menos aún visitaba el nicho donde estaba enterrada la pequeña.
Amber seguía sin aparecer y Melvin era raro el día que no venía borracho, con un ojo morado o el labio partido. Aún seguía sin explicarse cómo había crecido tanto en tan poco tiempo. Pero esa noche de abril su hijo no llegaba. A la mañana siguiente aporrearon la puerta de casa.
-Policía, abra la puerta señor Porlson. –apremiaba una voz varonil.
Marc corrió, se puso una bata, y abrió apresuradamente con los ojos aún pegados.
-¿Si? –preguntó adormilado.
El agente confirmó de nuevo si era el padre de Melvin Porlson. Tras eso le anunció que su hijo había sido tiroteado en un callejón, al parecer por un asunto de drogas.
Marc estalló, no podía más, fue la gota que colmó el vaso. Había perdido a toda su familia. Su hija, bastarda o no, había muerto aplastada por un caballo, la puta de su mujer se había fugado sin decir nada y el drogadicto de su hijo había muerto en un callejón como un vulgar delincuente. Y él no había hecho nada que contribuyera a ello. No era culpa suya. Todo había ido a peor, al menos para Melvin, desde el día de navidad. Pero en ese instante y con un vaso de whisky delante todo lo vio más claro. No solo para Melvin.
Se vistió, buscó el sobrante de lazo morado de atar regalos y se marchó en busca de la maldita tienda donde había adquirido ese objeto del diablo.
No le costó mucho encontrar el callejón, y aunque todos se parecían mucho, recordaba que era la parte de atrás de un cine abandonado.
Allí estaba la tienda. Destartalada por fuera como la encontró la última vez. Entró decidido, sin miramientos, pero se detuvo en seco. Estaba oscura, iluminada con unas pocas velas. Era igual de estrecha que se veía por fuera, con el suelo de madera, que crujía a cada paso. En los estantes de madera carcomida, libros antiguos y objetos siniestros. Alguna telaraña colgaba de una lámpara con las velas consumidas y el polvo ocultaba el verdadero color de la cosas.
Marc carraspeó. Y en ese instante, el joven que lo había atendido meses atrás, apareció. Miró a su cliente con una sonrisa. Era una sonrisa astuta, cuya intención era enmascarar palabras hirientes. Marc dejó el lazo sobrante en el mostrador y miró calmado al joven de ojos claros. Cualquiera habría esperado a ver si el cliente decía algo a continuación, pero el tendero no lo hizo:
-¿Encontró el regalo perfecto, señor?
-Sí. Sí lo encontré –respondió Marc serio, mientras sus ojos taladraban al muchacho. –para mí. –terminó con una sonrisa en la cara y la maldad en los ojos.





Miguel Ibáñez S. ®

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