lunes, 4 de octubre de 2010

El baile de las sombras (part II)

Pero mantuve un instante la posición, a expensas de que si había alguien sobre mi cabeza, diera la cara para comprobar si había acertado o errado el tiro.

¡Bingo!

Pensé esto en el momento en el que una maraña de pelo alborotado asomaba por el alfeizar del piso inmediatamente superior al mío, o sea la terraza; tan pronto se apoderó de mi una sensación de opresión en el pecho que me vació los pulmones dejando escapar todo el aire que contenían. Todas las articulaciones de mi cuerpo se paralizaron y experimentaron un hormigueo electrizante, mientras del cuello y las sienes empezaban a brotar estrelladas gotas de sudor que se iban enfriando conforme introducía la cabeza en el umbral de la ventana.

Medité durante un instante sobre la posibilidad de llegar al fondo del asunto. ¿Qué ocurría en mi casa? Pensé en la posibilidad de que había llegado al punto de ver cosas que nadie veía: deducción que no me hacía ni pizca de gracia, al abordar un tema que me podría tratar de esquizofrénico. Por otro lado, más realista, acusé a mi imaginación de traidora, por confundir a mis sentidos. Pero la parte más morbosa de mi maquinante cerebro insistía en que algo raro, que escapaba a mi alcance, estaba sucediendo; y era esa parte la que me instaba a que alardeara de mi temeridad y escudriñara en lo más recóndito de la noche para buscar respuesta a mi danza con las sombras.

Sin volver a pensar en ello, corrí hacia mi dormitorio y cogí un jersey y, sin tiempo para buscar las llaves de mi casa, salí disparado dejando la puerta entreabierta, para poder entrar una vez hubiera vuelto. En mi carrera por el pasillo, en cuyo final se encontraba la escalera ascendente que conducía a la azotea, estuve a punto de arramblar al pobre señor Stevens. Frank Stevens era un hombre bastante mayor que, a pesar de sus ochenta y tantos, conservaba una larga melena que no se había cortado en años y que superaba a la mía con creces. El peligro de este hombre radicaba en su carácter violento alentado a veces por una profunda demencia senil que padecía, demencia que le impidió reconocerme (después de más de veinte años siendo vecinos) cuando al pasar por su lado lo saludé brevemente.

Subí apresuradamente las escaleras que, a pesar de su brevedad, supusieron un es-fuerzo debido a mi baja forma física. Encontré abierta la puerta de la terraza, lo que no impidió que me quedara con la manivela en la mano al intentar forcejearla. En ese momento una tremenda tromba de aire me empujó unos cuantos centímetros hacia atrás; me sujeté al marco de la puerta y avancé a contracorriente con el pelo enmarañado y los ojos llorosos a causa del viento.

La terraza a la luz de la luna resultaba un hervidero de sombras; pequeñas aves, entre ellas mochuelos, luchaban al igual que yo contra el viento y también algún que otro murciélago.

El cortante viento, que era más gélido en la terraza, atravesaba chimeneas, ventanas y la parte frondosa del forraje de los árboles provocando el característico silbido que ensordecía cualquier sonido que pretendiera eclipsar la potencia del viento.

Todo a la luz de la luna resultaba inusualmente más confuso; el tintineo de una farola medio fundida, las chimeneas, todo resultaba un estorbo frente a mi propósito: encontrar una persona en el ala oeste de la terraza, que era, con mucho, la menos iluminada.

Mis pies desnudos guarecidos dentro de mis zapatillas de felpa, estaban adormecidos a causa del frío.

Pasé por al lado de los alambres tensados, en los cuales se tendía la ropa, e inconscientemente desenganché una pinza y la mantuve en la mano cuan linterna que alumbra el camino.

Me estaba acercando al lugar desde el cual supuestamente había visto a alguien. Con la repisa a escasos tres metros y los intensos escalofríos que me recorrían el cuerpo desde las puntas de los pies hasta el último nervio de mi cuerpo, mi inquietud se había transformado en pánico. Girando continuamente la cabeza en derredor comprobaba mi afortunada o desafortunada soledad en la terraza. “Venga hombre, no es para tanto ¿qué esperas encontrar mirando por una azotea a diez metros de altura?” decía una voz tranquilizadora dentro de mi cabeza.

Un último paso me separaba de mi destino. En ese instante una imponente y pesada ráfaga de viento procedente de mi flanco derecho, me desvió hacia la izquierda como imperándome a que, desde aquella situación, no me asomara a la calle.

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