jueves, 30 de diciembre de 2010

El Regalo perfecto I

La mañana del 24 de diciembre Marc saltó de la cama como si un muelle le hubiera pinchado el culo. Su mujer dormía despatarrada a su lado y sus hijos aún no se habían levantado a ver la tele, como hacían siempre que no había colegio. Se vistió, tomó un café solo y salió a la fría mañana invernal.
Eran ya las 12 y Marc había recorrido más tiendas en esas 3 horas que en todo el año. El bullicio, las largas colas, las existencias agotadas y el bajo presupuesto del que disponía, no dejaban otra opción al pobre hombre que volver a su casa con el fracaso reflejado en su rostro.
Atravesó por un maltrecho callejón lleno de cubos de basura y con oxidadas escaleras de emergencia salientes de los edificios. Pasó por delante de un destartalado establecimiento sin que este llamara su atención. Pero en ese instante, la campanilla de la puerta sonó y un satisfecho cliente salió con una amplia sonrisa en la boca y un pequeño paquete entre sus manos. Marc se quedó parado un instante con el entrecejo fruncido mirando al hombre que se alejaba. Volvió su mirada a la tienda. Había un gran cartel que decía: “ Su regalo perfecto por mucho menos de lo que le gustaría pagar”
-¿Mucho menos de lo que me gustaría pagar? –se preguntó Marc en voz baja -¿el regalo perfecto es gratis? –arqueó las cejas y sin pensarlo entró.

La campanilla volvió a sonar anunciando al tendero la llegada de un nuevo cliente:
-Muy buenas, caballero. –lo saludó amablemente el vendedor.

-Hola –dijo escuetamente Marc sin mirarlo.

Observó la tienda contrariado. Desde fuera se veía mucho más pequeña y oscura. Lo cierto era que la destartalada y lóbrega tienducha vista desde fuera, no era nada en comparación con lo que dentro ofertaba a los cinco sentidos. El suelo era de parquet, con tramos cubiertos por una gruesa alfombra color escarlata y bordes dorados. Había estantes y mesitas de madera que parecían recién barnizados y brillaban a la luz de algunas velas y de una gran lámpara de araña colgada del techo. En los estantes había todo tipo de objetos comunes, como velas de colores, cajitas de madera para guardar cosas, figuras típicas navideñas, algunos juguetes clásicos de toda la vida como peonzas o diábolos; también había objetos difíciles de encontrar como varillas aromáticas, algunas joyas extrañas que parecían antiguas, algún armario antiguo en venta y objetos cotidianos como pipas o ceniceros pero con formas extrañas. Y finalmente artículos que Marc no había visto en su vida y tampoco sabía para qué servían, pero cuyo aspecto fascinaba e infundía prudencia a la vez.
El ambiente era cálido y olía a canela, vainilla o frutas exóticas, dependiendo de la zona de la tienda. Marc se quedó ensimismado mirando juguetes que lo devolvían a su infancia, objetos que serían las delicias de cualquier coleccionista y otras tantas cosas que incluso le daba rabia no saber qué eran.
-¿Le puedo ayudar, señor? –insistió con cortesía el tendero sacando a Marc de su trance.

-¿Eh? ¿cómo? Sí –dijo torpemente. –primero felicitarlo por este magnífico rincón que tiene aquí. –dijo abarcando toda la tienda con la mirada. –y… bueno, andaba buscando regalos… -el tendero lo miró invitándolo a que concretara más. –para mi mujer y mis dos hijos; una niña de 6 años y un chico de 13.

-Muy bien, y… ¿había pensado en algo? –le preguntó el vendedor.

-Pues no, la verdad, es que tampoco tengo mucho presupuesto que destinar… -y de repente le vino el motivo por el que había entrado. –es que he visto ese cartel en la puerta, el del regalo perfecto y…

-Am entiendo, espéreme un segundo, ahora vuelvo. –dijo con tranquilidad y se marchó a la trastienda, por una puerta tras el robusto mostrador donde descansaba una antigua máquina registradora.

Marc continuó observando la tienda desde su ubicación frente al mostrador. El instante que tardó el tendero le dio tiempo incluso a pensar en su aspecto. De altura media y delgado, vestía un chaleco color gris y camisa a cuadros bastante ajada atravesada con tirantes que sujetaban unos pantalones que Marc no alcanzaba a ver. Tenía el pelo corto, oscuro y enmarañado. Su rostro de nariz respingona era joven, pero sus ojos claros reflejaban el paso de los años que su cara no mostraba.
Cuando volvió lo hizo con un pequeño rollo de lazo color morado para atar regalos. El rostro de Marc se contrajo extrañado.
-¿Qué es eso? –preguntó

-Lazo para atar regalos, señor. –contestó con una media sonrisa.

-Sí, ya lo veo, ¿pero de qué me sirve si no tengo regalo que atar? –Marc estaba a punto de perder la poca paciencia que tenía después de toda la mañana.

-De acuerdo, vamos al grano. –dijo el tendero tajante pero cortés. –sé que no me va a creer si se lo cuento, por lo que iré directamente a la demostración.
El tendero de nombre desconocido cogió un pequeño paquete y lo ató con un trozo de lazo.

-¿Qué es lo que quiere ahora? –le preguntó a Marc

-¿Cómo? –Marc estaba ahora confuso más que impaciente.

-No lo diga, sólo piénselo. Piense en lo que quiere ahora. –dicho esto le entregó el paquete.
Marc lo abrió lentamente con desconfianza como si le fuera a estallar. Al desatar el nudo y quitar la tapa del pequeño paquete, dentro encontró una foto suya, de antes de casarse y un billete de 100 dólares. Sonrió sin comprender a qué venía lo de la foto. ¿Qué diablos hacía una foto suya allí?

El tendero sonrió al ver la cara de Marc.
-Este lazo convierte cualquier regalo en lo que realmente el que lo recibe quiere.

-¿Es… es… está seguro? –preguntó el hombre al vendedor.

-Segurísimo, pero como todo, tiene su truco y limitaciones. –no esperó a qué Marc preguntara. –cada trozo sólo se puede usar una vez. El tamaño del regalo que salga no será superior al de la caja que lo contendrá. No saldrá un coche deportivo de un sobre por mucho que lo desee, créame.

Marc sonrió nervioso:
-¿Cualquier cosa que desee?

-Ah, bueno, esa era la otra regla. Nadie morirá directamente al abrir el regalo. Principalmente porque es estúpido desear tu propia muerte, pero sí podría salir un revólver –el tendero rió. –no puedes sacar amor, ni paz, ni aprecio, curar el hambre en el mundo, ni nada que no esté inventado, como vacunas o naves espaciales. –se frotó la barbilla. –creo que no se me olvida nada.

El rostro de Marc cambió cuando pensó una cosa:
-Vale, ¿cuánto va a costarme esto? –preguntó

-¿Cuánto desearía pagarme?

-Absolutamente nada, pero no me parece jus… -dijo Marc mirando el billete de 100 dólares.

-Ah, ah , ah, he dicho lo que usted desee. –sonrió gentilmente.

Marc lo miró, era demasiado fácil. Tiene que haber alguna trampa. Seguro que al salir, en el callejón algún compinche suyo me atraca. Pero bueno, fue optimista por un momento –creo que ya he cubierto el cupo de infortunios- pensó, y se fue de allí sin mirar atrás con un breve “hasta otra”.
-Feliz navidad, señor. –dijo el tendero desde detrás del mostrador cuando Marc casi hubo salido.

Llegó a su casa a la hora de comer. Su mujer había encargado comida china y la servía torpemente en los platos. Sus hijos armaban jaleo en el salón mientras la tele estaba a todo volumen. Besó a su mujer y le explicó que había pasado toda la mañana de tiendas buscando regalos y que los había dejado encargados.


Pasó toda la tarde pensando qué le habría gustado recibir a cada uno. Su hijo, desde luego quería la última videoconsola que había salido. Su hija un caballo de verdad, para montarlo, cepillarlo y darle terrones de azúcar, pero para ello no había una caja tan grande, y desde luego no iba a “meter” un caballo en el apartamento. Su mujer querría joyas o dinero para ellas, por lo que un sobre o una cajita estaría bien. Envolvió cajas con tamaños acordes con lo que creía que querría cada uno y dentro metió algo para que pesaran un poco y no fueran meras cajas vacías bajo un abeto de navidad.



Miguel Ibáñez S. ®

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