sábado, 30 de octubre de 2010

Discusión con mi Superyó

M-Vaya, hoy el día está gris.
A-Quizás te está instando a que compartas su estado de ánimo.
M-Será cabrón.
A-Venga, has hecho lo correcto y al parecer a tiempo.
M-Sí, creo que he conseguido no hacer daño a esa persona.
A-Por una vez en tu vida ya está bien que aprendieras, coño.
M-¿Qué quieres decir con eso?
A-Ya lo sabes y no voy a repetírtelo.
M-Es verdad y paso de escucharte, no me traes nada más que cargos de conciencia. Eres muy contradictorio.
A-Jajaja ¿Yo?
M-Sí. Unas veces eres tan visceral y otras te preocupas tanto que no sabes cómo encauzarlo.
A-En serio, por esta vez no te preocupes. Lo has hecho bien.
M-¿Seguro? Entonces, ¿por qué siento esto?
A-¿El qué?
M-Esto. Sé que lo he hecho bien, a tiempo. No he jodido a nadie. Tengo lo que quería. Estoy como quería… bueno, no quería sentirme así. Tú ya me entiendes.
A-Sí. Te entiendo, pero… ¿sientes que deberías haber hecho otra cosa?
M-No, siento que he defraudado a alguien, pero… no puedo ofrecer nada más. Esto es todo lo que puedo dar, y aunque pudiera no debería.
A-Entonces ya está, quédate tranquilo. Has hecho lo que sentías y lo que querías. No puedes forzar las cosas. No puedes crear algo si no lo sientes. Las cosas artificiales son más perecederas. No ha surgido, no lo has sentido. No puedes engañar a los demás y mucho menos engañarte a ti mismo. Si no lo sentías ya está. Punto y final.
M-Es muy fácil hablar de sentimientos cuando no los sientes en tu carne…
A-Soy tu carne, imbécil. Estoy en ti. Siento y sufro lo que tú sientes y sufres…
M-Yo…
A-¡Calla! Y encima soporto la carga de meditar sobre lo que haces. Si está bien o mal. Si es correcto o incorrecto. Si podría haber sido esto o lo otro. Estoy un poco harto, va a resultar que el problema no soy yo.
M-Vale, ya está. Asumido. No me machacaré tanto la sesera.
A-¿Vas a cerrar este asunto?
M-Sip
A-Mentiroso.
M-Bueno, dame tiempo, joder.
A-Tiempo… ese que dicen que lo cura todo y que pone a cada uno en su sitio.
M-Que sí, coño.
A-Jeje bien, esperemos que no se vuelva en contra.
M-¿Cómo?
A-…
M-¿Hola?
A-…
M-Será hijo de puta. Me ha vuelto a dejar… ¿solo?


viernes, 29 de octubre de 2010

¡Dibujetes!

De dibujos va la cosa hoy, a ver si me animo a dar rienda suelta de nuevo a este "talento" >_<


El mejor que he hecho, lamentable e irónicamente es el único que no está en mi posesión y no es recuperable. Tendré que volverlo a hacer. Hace unos 2 años.
Lo mejorcillo que he hecho, hace más de un año.

R. D. Grundding, sí. Unos 3 años o así hace que creé a mi querido personaje.

De mis primeras perlas, tendrá unos 3 años...

Espero que disfrutéis ;)


domingo, 24 de octubre de 2010

¿inmortalidad?

Corté la garganta del gallo que quiso cantar alboradas para celebrar que la noche se estaba muriendo...

...pondremos el mantel, tu quédate a mi lado,
a comernos al amanecer lo que quieran las manos,
y de postre un sol maldito que termine de volverme loco,
que ya sabes que la luna a mí siempre me sabe a poco...

sábado, 16 de octubre de 2010

Rol Canción de Hielo y Fuego


Tras un par de veladas la historia sobre una conspiración dentro de los Siete Reinos, concretamente en la zona conocida como Dorne, ha transcurrido como se narra a continuación.

Para empezar hay que presentar a los contendientes: A la dirección, Arturo de DM. Como Guerrero Ungido y comandante de la expedición/misión, Belcam Valerius, un servidor, Miguel. Sus leales montaraces: Pablo (Asmodian Arena) y Naira (Tangerine Turner). Como señora heredera del trono del castillo de Piedrapálida, llamada Zahara Caede, Mayte y finalmente, su noble amigo, pupilo de una casa vasalla, Tribel, a cargo de Elena.

Belcam Valerius, recientemente ungido caballero de Zarcus Caede, señor de Piedrapálida, ha recibido una importante misión. La misma reza así: deberá atravesar el Paso del Príncipe, un lugar peligroso y atestado de bandidos y otros peligros, para hacer escala en Canto Nocturno y de ahí hasta Altojardín. Allí deberá recoger a un pequeño señor, un Tyrell, pretendiente de la hija de Zarcus, Zahara Caede, y llevarlo sano y salvo de nuevo a Piedrapálida.

Pero cuál es su sorpresa, cuando al visitar al maestre, un hombre avispado y de honorabilidad dudable, le entrega a Belcam una carta lacrada sin abrir. Órdenes de Lord Zarcus. Éstas contradicen las de su hija Zahara, diciendo que el pequeño señor Tyrell debe morir en el trayecto de forma misteriosa. Belcam percibe algo extraño en el maestre, pero se pone en marcha sin decir nada más. Poco después de haber emprendido la marcha, comprueban que no han tomado posesiones de víveres ni agua y muy apesadumbrados vuelven para abastecerse.

Ya preparados al fin, el comandante Valerius emprende de nuevo el viaje con un contendiente de unos 20 hombres, y la disyuntiva de sus dos misiones contradictorias. Sus dos leales montaraces van delante con órdenes de ir inspeccionando el terreno inmediatamente anterior a su paso para evitar emboscadas y sorpresas. Hacen noche sin muchas sorpresas más que la de Asmodian enfrentándose (o saliendo por patas) a una especie de chacal.

Por otro lado, en Piedrapálida, la heredera, Zahara, se ha enterado de la carta que ha recibido Belcam Valerius y las oscuras órdenes que dictaba. Decide entonces emprender la marcha junto con su noble amigo Tribel para vigilar al comandante, no sin antes visitar a Zarcus, su padre.

Éste está cómicamente demente e ido. Del mismo no se obtienen más que incoherencias. Pero Zahara ha percibido algo extraño también en el maestre. De igual modo, ella y Tribel emprenden la marcha con unos 10 hombres y sin montaraces. En el camino son sorprendidos por bandidos de los que tras un reñido trato, culminado por Tribel, los acompañarán y protegerán por dinero. Lo que tiene tratar con bandidos.

Durante el día, en el grupo de Valerius, no hay muchos problemas.

Al llegar la noche, se encuentran al inicio del Paso del Príncipe. A la hora de cenar un carnero que Tangerine había cazado, el comandante nota un raro olor en la carne que nadie más percibe. La da de comer a su sargento que cae muerto por envenenamiento. Con el fin de no levantar revuelo entre sus hombres y para que la noticia no se extienda y llegue al asesino, Valerius ordena a sus montaraces enterrar al sargento en secreto. Antes le roban el dinero por sugerencia de Tangerine (muy bueno xD).

El comandante les ordena a sus montaraces que traigan unas palas de las que usan los soldados que cercan el perímetro del campamento. Con el sargento escondido en una tienda de campaña, Tangerine y Asmodian vuelven con las palas. En una paranoia, Belcam ordena a Asmodian que apuñale el cadáver para que parezca un asesinato a sangre fría. En ese instante, un soldado ebrio los sorprende y mientras se arrodilla ante el cuerpo del sargento, Belcam lo empuja a fin de ensuciarlo con la sangre del cadáver e inculparlo. Pero no hay nadie a quien mostrar la culpabilidad del soldado, por lo que Valerius le ordena malhumorado que se vaya a dormir. En ese instante, Asmodian (o Tangerine), divisan a alguien merodeando entre las tiendas del campamento. Lo persiguen, pero no dan con nadie. Alejados del cuerpo del sargento apuñalado, el pastel ha sido descubierto por soldados más avispados, junto con las palas que habían cogido los montaraces con orden del comandante Valerius (aquí es cuando un servidor se cagó en todo lo cagable: la palas!). Belcam acude de inmediato seguido de sus montaraces. Y le dan la noticia. Sus hombres se tragan su expresión de sorpresa, no así su excusa de qué hacían allí las palas. Pero tras una breve explicación (quería las palas para asegurar mi tienda, hemos visto una sombra y las hemos dejado ahí… bla, bla, bla) todo se aclara y deciden dar una sepultura digna de un oficial al sargento.

Por la mañana se ponen en camino, ahora sí, atravesando el Paso del Príncipe. El comandante nombra nuevo sargento.

Con Tangerine y Asmodian en la vanguardia, Belcam comprueba que le faltan hombres. Al instante los ve llegar con unos bandidos apresados. Tras haber uno que le saca de sus casillas, decide matarlos a todos menos a uno que se ofrece a guiarlos. Qué mejor que un bandido para conocer aquel paso.

Al poco ven venir por el principio del paso un contendiente de unos treinta y pocos hombres. Belcam realiza la formación defensiva con arqueros y picas. Un par de hombres se acercan con bandera blanca: dicen que Zahara Caede comanda el grupo. Belcam exige que sea ella la que se presente para creérselo, ya que son bandidos los que se han aproximado y a los que casi dispara.

La princesa, junto con Tribel (un muchacho que no confía en la palabra del comandante y del que duda hasta el extremo) se acercan al fin. Valerius ordena bajar arcos y picas y se arrodilla ante la princesa. “¿Qué hacéis aquí princesa, tan lejos de Piedrapálida?” la princesa, galante le da una respuesta trivial. El guerrero ungido insiste, pero haciendo uso de su altanería Tribel se inmiscuye. Belcam, con respeto, no piensa tolerar que un niñato noble de otra casa vasalla le coaccione. Pero lo cierto es que cuenta con el beneplácito de la señora Zahara. Ésta insiste con una respuesta trivial. Esta vez el guerrero ungido se conforma, pero sospecha que no está siendo sincera. Por otro lado las intenciones de Lady Zahara son claras; evitar a toda costa que se cumplan las órdenes que supuestamente dictó su padre para asesinar a su prometido… de este modo ambos grupos se unen bajo el mando de Zahara Caede y con Belcam y Tribel como consejeros.

La historia se hace más enrevesada aún. Unas órdenes contradictorias. Un maestre con dudosas intenciones. Un asesino entre los soldados y un camino peligroso. Una intriga digna de figurar en las páginas de la historia de los Siete Reinos.

Continuará…

lunes, 4 de octubre de 2010

El baile de las sombras (part II)

Pero mantuve un instante la posición, a expensas de que si había alguien sobre mi cabeza, diera la cara para comprobar si había acertado o errado el tiro.

¡Bingo!

Pensé esto en el momento en el que una maraña de pelo alborotado asomaba por el alfeizar del piso inmediatamente superior al mío, o sea la terraza; tan pronto se apoderó de mi una sensación de opresión en el pecho que me vació los pulmones dejando escapar todo el aire que contenían. Todas las articulaciones de mi cuerpo se paralizaron y experimentaron un hormigueo electrizante, mientras del cuello y las sienes empezaban a brotar estrelladas gotas de sudor que se iban enfriando conforme introducía la cabeza en el umbral de la ventana.

Medité durante un instante sobre la posibilidad de llegar al fondo del asunto. ¿Qué ocurría en mi casa? Pensé en la posibilidad de que había llegado al punto de ver cosas que nadie veía: deducción que no me hacía ni pizca de gracia, al abordar un tema que me podría tratar de esquizofrénico. Por otro lado, más realista, acusé a mi imaginación de traidora, por confundir a mis sentidos. Pero la parte más morbosa de mi maquinante cerebro insistía en que algo raro, que escapaba a mi alcance, estaba sucediendo; y era esa parte la que me instaba a que alardeara de mi temeridad y escudriñara en lo más recóndito de la noche para buscar respuesta a mi danza con las sombras.

Sin volver a pensar en ello, corrí hacia mi dormitorio y cogí un jersey y, sin tiempo para buscar las llaves de mi casa, salí disparado dejando la puerta entreabierta, para poder entrar una vez hubiera vuelto. En mi carrera por el pasillo, en cuyo final se encontraba la escalera ascendente que conducía a la azotea, estuve a punto de arramblar al pobre señor Stevens. Frank Stevens era un hombre bastante mayor que, a pesar de sus ochenta y tantos, conservaba una larga melena que no se había cortado en años y que superaba a la mía con creces. El peligro de este hombre radicaba en su carácter violento alentado a veces por una profunda demencia senil que padecía, demencia que le impidió reconocerme (después de más de veinte años siendo vecinos) cuando al pasar por su lado lo saludé brevemente.

Subí apresuradamente las escaleras que, a pesar de su brevedad, supusieron un es-fuerzo debido a mi baja forma física. Encontré abierta la puerta de la terraza, lo que no impidió que me quedara con la manivela en la mano al intentar forcejearla. En ese momento una tremenda tromba de aire me empujó unos cuantos centímetros hacia atrás; me sujeté al marco de la puerta y avancé a contracorriente con el pelo enmarañado y los ojos llorosos a causa del viento.

La terraza a la luz de la luna resultaba un hervidero de sombras; pequeñas aves, entre ellas mochuelos, luchaban al igual que yo contra el viento y también algún que otro murciélago.

El cortante viento, que era más gélido en la terraza, atravesaba chimeneas, ventanas y la parte frondosa del forraje de los árboles provocando el característico silbido que ensordecía cualquier sonido que pretendiera eclipsar la potencia del viento.

Todo a la luz de la luna resultaba inusualmente más confuso; el tintineo de una farola medio fundida, las chimeneas, todo resultaba un estorbo frente a mi propósito: encontrar una persona en el ala oeste de la terraza, que era, con mucho, la menos iluminada.

Mis pies desnudos guarecidos dentro de mis zapatillas de felpa, estaban adormecidos a causa del frío.

Pasé por al lado de los alambres tensados, en los cuales se tendía la ropa, e inconscientemente desenganché una pinza y la mantuve en la mano cuan linterna que alumbra el camino.

Me estaba acercando al lugar desde el cual supuestamente había visto a alguien. Con la repisa a escasos tres metros y los intensos escalofríos que me recorrían el cuerpo desde las puntas de los pies hasta el último nervio de mi cuerpo, mi inquietud se había transformado en pánico. Girando continuamente la cabeza en derredor comprobaba mi afortunada o desafortunada soledad en la terraza. “Venga hombre, no es para tanto ¿qué esperas encontrar mirando por una azotea a diez metros de altura?” decía una voz tranquilizadora dentro de mi cabeza.

Un último paso me separaba de mi destino. En ese instante una imponente y pesada ráfaga de viento procedente de mi flanco derecho, me desvió hacia la izquierda como imperándome a que, desde aquella situación, no me asomara a la calle.

La sombra del escorpión (año 1116 TZ)

Scryton paseaba montado en su caballo por un sombrío sendero rodeado por espesura en mitad de un inquietante bosque.

Debía ser de día, porque había demasiada luz para que fuera de noche. O quizás estuviera amaneciendo. Sí, muy probable. Aunque las copas de los retorcidos árboles se unían para no dejar ver ni el más mínimo resquicio del cielo.

Su montura se encontraba lejos de estar tranquila y, sin explicación alguna, un sudor frío recorría la frente del General.

Un espeso manto de niebla ocultaba los cascos y las pantorrillas del corcel, cuyo trotar era desacompasado. Tenía los ojos negros muy abiertos y Guderyan notaba el incesante movimiento de su cola de crin.

Los sentidos y la intuición del hombre eran sus mejores valedores. Pero no conocía aquel lugar. No sabía donde estaba, ni a donde conducía aquel tortuoso sendero.

Continuó avanzando en la total incertidumbre, cuando se dio cuenta de que no portaba arma alguna. Su respiración se agitó. No había ni una espada o daga colgada de la montura, ni en su talón ni en su espalda.

¿Cómo había llegado a aquella situación? ¿Dónde estaba Zadia y su filo que penetraba hasta en la armadura más fuerte?

Qué estúpido había sido.

El sudor era ahora más intenso, pero también más frío. Si había algo que realmente sacara de sus casillas a Guderian era la incertidumbre, la falta de control sobre las situaciones (cosa que muy pocas veces ocurría), el no saber. Pero no por ello su mente se bloqueaba, no. Al contrario, trabajaba a mayor ritmo.

Aunque en aquel lugar…

Árboles y arbustos a izquierda y derecha, un camino sin fin por delante, quizá tan largo como el que ya había recorrido, una visibilidad pésima y, para colmo, su caballo se inquietaba más con cada paso que avanzaban.

De repente, escuchó un leve crepitar de hojas secas a sus espaldas.

Volvió la cabeza.

Nada.

Pero al regresar la vista a frente, el sueve revoloteo de una hoja venida de arriba lo alarmó. Subió la mirada y allí estaba, el causante de su desasosiego.

Un pequeño durury. Una especie de mono del bosque de color gris, ojos anaranjados como platos y una larga cola que utilizaba para impulsarse. Miraba a Guderian, con unos enormes ojos saltones, como si fuera el primer ser vivo que se encontraba.

El Genereal soltó un resoplido aliviado y casi le dieron ganas de reír a carcajadas.

El durury saltaba de una rama a otra más inquieto que emocionado. Pero en uno de esos saltos acabó empalado por un enorme aguijón, que salía de la maleza, y que arrastró al animalillo, hasta perderlo en la espesura.

De pronto, la escasa luz, que penetraba entre el espeso follaje, quedó eclipsada por una descomunal criatura del tamaño de una tienda de campaña.

Guderyan no pudo sino cubrirse la cabeza con los brazos, en un acto reflejo, cuando el bicho se le echó encima. Pero no pasó lo que esperaba. Entre sus dedos estaba su preciada Zadia que hendió el aire cortando el caparazón del monstruo que lo atacaba.

Se escuchó un sonoro quejido y la criatura cayó al suelo muerta. De sus flancos derecho e izquierdo aparecieron dos más. Esta vez, ante el encabritamiento de su semental, el General pudo ver qué eran esas criaturas.

Eran de un color negro, que inexplicablemente relucía en la tenue atmósfera de aquel bosque indudablemente norteño. Tenían dos enormes pinzas en sus extremidades delanteras, que chasqueaban amenazantes y una enorme e inquietante cola que terminaba en un aguijón con forma de garfio.

“¿De dónde han salido estas…?” pensó Guderyan mientras intentaba estudiar sus movimientos.

Le habían contado historias que quitaban el sueño acerca de aquellas siniestras criaturas, que habitaban en los cálidos parajes de Tierra Libre.

Pero esta vez las historias se quedaban cortas ante el tamaño de aquellos escorpiones. O como los llamaban en la antigua lengua de los cindarios: scrytons.

El caballo del general corcoveaba y lanzaba coces allá donde las pinas chascaban como tijeras, produciendo crispantes sonidos en la quietud del bosque.

Guderyan se unió a la lucha junto a su corcel, y allí donde los temibles aguijones intentaban llegar a él, hendía a Zadia sin mucha fortuna.

No tenía escapatoria, sólo le quedaba dar la vuelta, ya que salirse del sendero era una temeridad casi igual que intentar pasar entre aquellos enormes insectos.

Cogió las riendas y sin dar la espalda a sus atacantes culeó hacia atrás para, en un momento dado, huir.

Pero un horrible crujido de hueso partido y el escalofriante relincho agónico de su caballo hicieron que, por primera vez, el temor del general se volviera auténtico pánico. El corcel cayó de espaldas con una pata trasera fracturada.

Por el rabillo del ojo, Guderyan pudo ver dos sombras negras más. No tan grandes como las que tenía delante pero también considerables.

Su espalda tocó el suelo aprisionando el brazo bajo esta, haciendo que el hombro se le desencajara, pero apenas notó el dolor.

Jamás había caído de un caballo, ni siquiera cuando su padre, Rodin Scryton, lo enseñó a montar a los 4 años.

Las dos sombras a su espalda se volvieron más nítidas, transformándose en dos escorpiones más pequeños que los otros.

Donde debían tener los ojos aparecieron dos caras; dos niños. Le resultaban familiares, pero más aún cuando:

-Nos enviaste a los establos –decían con voz infantil y fantasmal. –y nos hicieron cosas feas.

-Muy feas –dijo el otro niño.

Los escorpiones con las caras de Matt y Theo se acercaban con el semblante triste hacia donde Guderyan yacía atrapado.

-Éramos parte de tu familia, Guderyan. –dijo la voz de Ulthar. En uno de los insectos grandes apareció la cara del rey asesinado. –nos mataste como si fuéramos viles ladrones.

Tumbado en el suelo, el aludido luchaba por zafarse de su caballo, que inútilmente intentaba levantarse.

-Te dimos el rango de oficial… -comenzó Isbelle de Helder.

-¡Me disteis una mierda! –gritó Guderyan con el rostro desencajado. –me quitasteis lo que era mío por derecho.

-Pero no matamos a nadie para ello. –la voz de Ulthar hacía temblar el suelo a medida que el escorpión con su cara se acercaba. –hasta ahora.

Tras decir eso una de sus pinzas se cerraron en torno al cuello del corcel y este dejó de relinchar, con el cuello partido y la sangre brotando en potentes chorros color escarlata.

Guderyan estaba más atrapado que nunca. El caballo era inamovible ahora que estaba muerto, y Zadia se había perdido entre la maleza, fuera de su alcance.

-No podéis matarme; el veneno del escorpión fluye por mi sangre. –argumentó a la desesperada.

-No nos ha hecho falta veneno para matar a tu caballito. –sentenció Isbelle.

Guderyan quedó petrificado.

-El escorpión que es tu símbolo y te da el apellido será el que acabe contigo. –dijo Ulthar sonriente. –un día tu propio veneno, que fue tu origen, será tu final.

-¡Que os follen! –gritó el general.

Los afilados aguijones de los scrytons subieron y bajaron sobre él, hundiéndose en su pecho y en su cara.

~~~

Con la frente empapada de sudor, Guderyan abrió los ojos y exhaló agonizante como si volviera a la vida tras años de letargo.

Todo su cuerpo estaba empapado de sudor, que se tornaba frío por momentos. Permaneció inmóvil y recorrió con la mirada la estancia para comprobar dónde se encontraba.

Tenía el brazo izquierdo bajo su espalda, retorcido y entumecido; lo estiró con dificultad notando un cosquilleo de formicación con forme la sangre volvía a fluir por él.

Aún confuso por la terrible pesadilla, casi se sobresaltó al notar una delicada mano femenina posada sobre su pecho, que subía y bajaba con su respiración.

La mujer a su lado era muy joven, no más de 16 años, tez morena y cabello negro azabache, exótico y extraño en aquella zona. De labios carnosos y pechos pequeños y turgentes. Respiraba con profundidad, como si aún reviviera la noche anterior en sueños.

Guderyan la miró mientras los débiles rayos del sol de aquella mañana de abastos, entraba por la rendija de la entrada a la tienda de campaña del general.

A pesar de ello, notó un tremendo escalofrío en su piel desnuda y procedió a arroparse hasta el cuello con las gruesas pieles de animales lanudos de las montañas.

“No estoy nervioso, sólo es la brisa de la mañana” se dijo así mismo.



domingo, 3 de octubre de 2010

That all started with The Big Bang!


He de decir que el segundo capítulo de la recientemente estrenada 4ª temporada de esta gran sitcom, ha supuesto un esperanzador futuro para su continuidad y para mi seguimiento y deleite.
No con ello digo que la premier fuera una chapuza, pero no la consideré a la altura de las circunstancias. No obstante no llegó al extremo de convertirse en una decepción; fue entretenida, friki (para variar) y con la frescura y fluidez a la que nos acostumbra.
También añadiré que creo que la nueva "novia" de Sheldon no va a trascender mucho, y una de las razones es porque tampoco da mucho juego, y otro personaje como Sheldon es ya cargante, en mi opinión, ocasionando conversaciones vacías y poca "acción".
Pero si nos centramos en este capítulo, sólo debo añadir que la relación entre Penny y Sheldon se estrecha (veremos a ver sino se lían XD). Este parece ser cada vez más sociable, aunque también más obsesivo-compulsivo. Rajesh cada vez más... gay, Howard más pervet y Leonard está quedando relegado a un muy segundo plano.
Vuelven las bromas, las situaciones embarazosas y desternillantes, pero una alusión cada vez más escasa hacia lo que, algunos no familiarizados, llaman mundo friki. Con la excepción de las camisetas de Sheldon o algún que otro R2-Shelbot.
En resumen, y para concluir esta breve reseña, puedo volver decir a mis compis eso de: "tío, ¿has visto el último de Big Bang?" y decirlo con ese tono de júbilo y con ilusión y expectación de que salga el próximo y de que sea igual de bueno o más que el anterior.

Bazzzinga!