miércoles, 30 de diciembre de 2009

Sentir; no sentir


-¿Alguna vez has intentado suicidarte?
-No, pero si lo he pensado ¿y tú?
-...Llegué a intentarlo.
-Bah! Yo no; soy demasiado cobarde para eso. Además, pensé que si, como mínimo, hubiera alguien a quien le importara que yo muriera, esa persona merecía una oportunidad de mi vida.
-Es que... yo no creía tener a ninguna persona de esas.
-No seas tonta... bueno, no te preocupes, a partir de ahora tendrás un motivo para vivir.
-¿Cómo?
-Pues que... a mi sí me jodería que murieras.
-...¿Puedo darte un abrazo? -una lágrima surcó su rostro.
-Por supuesto, no tienes que pedirme permiso. -con una tímida pero cálida sonrisa.
-Eres lo mejor que me ha pasado desde hace mucho.
-"Tú también, pero seguro que no de la misma manera" -pensó.


sábado, 12 de diciembre de 2009

Amaneció...


Un tímido haz de luz atravesó el umbral de la ventana y pasando por el resquicio de la hoja entreabierta acarició, como una cálida lengua de fuego, mi semblante adormilado.
Tardé una décima de segundo en recordar dónde me en
contraba sin abrir los ojos.
La suave brisa primaveral inundó la habitación con su fragancia floral y húmeda, recorriendo mi costado a la vez que me erizaba el vello de los brazos.

Respiré hondo.

El aroma reinante en la estancia penetró en mi cuerpo h
aciendo revivir lo que allí había pasado. Abrí los ojos, costosamente al principio, cegado por la luz del sol.
Una suave y delicada mano femenina sobre mi pecho subía y bajaba al compás de mi respiración.

Con la mirada recorrí su brazo, su hombro desnudo y su apetitoso cuello, pasé por su perfilada oreja para acabar en su rostro: sus labios carnosos estaban sellados por mi último beso, sus mejillas sonrojadas invitaban a la más cálida de las caricias y sus ojos cerrados escondían un universo de estrellas.

Me quedé largo rato mirándola sin ser consciente de ello.

Era una imagen tan pura y tierna… la de alguien que duerme a tu lado tras una noche como aquella.

Cientos de imágenes venían a mis ojos mientras sonaba de fondo una deliciosa melodía de violín y piano.

Lo que más recordaba era lo que mi boca y mis manos habían recorrido: sus labios, su cuello, sus senos, su abdomen, la humedad entre sus piernas, sus muslos… todo su cuerpo había estado a mi comp
leta disposición para complacer y ser complacido.
También recordaba lo que sus labios y sus dedos finos y ágiles habían hecho por mí, y como ambos nos estremecíamos ante una nueva sensación refl
ejada en un gemido, un leve mordisco o un apretón con los dedos dolorosamente reconfortante.
Y mientras una parte de mi mente se recreaba en recuerdos ardientes de una noche pasada, la otra parte se encargaba de hacerlos únicos, inolvidables, de conferirle un aura de celestialidad y a la vez de melancolía.
Cada vez que me encontraba en aquella situación y me embargaban esa serie de sentimientos y emociones, me preguntaba si volvería a experimentarlos, si volvería a amanecer junto a alguien más especial que anteriormente, o si esa persona sería de una vez por todas la que me abrazara todas las mañana de mi vida.
No podía saberlo.

Y menos aún si me dejaba guiar por mis instintos, a los cuales había terminado perdiendo toda confianza.

Por otro lado, siempre me quedarían esos momentos en los que, embelesado, me deleitaba mirando a esa persona que durante unas horas había sido mía y le había profesado ¿amor? ¿cariño? ¿pasión? Sí, algo de eso.

En ese instante de cavilación, la mujer a mi lado se estremeció y su mano palpó suavemente mi torso. Se aproximó más a aún buscando calor y un turgente pecho rozó mi brazo.

Sus labios acariciaron mi hombro y al volverme hacia su rostro, sus ojos se habían abierto en una cálida mirada tierna y deleitable.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Días de lluvia =)

Echo de menos un día gris lluvioso.

Al contrario de lo que muchos creen y al igual que lo que otros piensan, un día de lluvia ofrece una variedad bastante amplia de posibilidades.
Desde tu ventana, en tu apartamento, calentito, divisas como cientos de paraguas conforman un denso mar atezado, o como unos pocos salpican, como si fueran rosas negras, el campo adoquinado.
Salir a la calle (sin paraguas) supone una sensación casi única: saltando entre los coches y esquivando transeuntes que te miran como si necesitaras una camisa de
fuerza. Y yo a mi bola, alegre, fresco y ufano, danzo con mis damas de honor: las gotas de lluvia.
Mis converse chapotean en la acera mojada a cada paso y los coches aminoran la marcha, chasqueando sus ruedas contra el asfalto empapado.

Me gustan los días de lluvia. Días grises, sin aspiraciones. Parece que el agua se lleva tus preocupaciones y eres capaz de dejar la mente en blanco, pero inevitablemente te invaden emociones, sentimientos, sensaciones, recuerdos... ganas de escribir!
Ves como las plantas de tu balcón (geranios, petunias, rosas, zinnias) se nutren de esa sensación de frescura. Sonríen al mar embravecido del cielo, mientras un tímido arcoiris intenta abrirse paso por un resquicio entre tanto bullicio de robustas nubes y fulgurantes resplandores.
El gris de las calles apacigua mi alma, mientras el sonido de la lluvia, rítmico, golpea la claraboya de mi buhardilla, las ventanillas de los coches y mi empecinada y terca cogorota, recalando sus gotas en mi pelo azabache.

Entro en ese pub acogedor, agradable y reconfortante, mientras me invade un olor dulce y embriagador a vainilla . En una mesa, apartada
de todo, alguien me espera con sonrisa deleitosa invitádome a compartir unas horas de vida.
Mientras me aproximo, con alegría disimulada, recuerdo:
"Dos cosas más aprendimos en la lluvia: cualquier sed tiene derecho, cuanto menos, a un vaso de agua y toda tristeza a una mañana de circo, para que la vida sea, alguna vez, como una flor o una canción"

viernes, 27 de noviembre de 2009

El Usurpador (año 1115 TZ)



Guderian miró en derredor jadeante, mientras el último resistente caía muerto a sus pies con un desgarrador alarido.
Las calles de Odderlof estaban plagadas de cadáveres. Estos y la sangre derramada habían sustituido a los adoquines y al cemento como pavimento del suelo.
La espada del general rezumaba calor. Era el fragor de la batalla reflejado en cada muesca, en cada salpicadura. En cada garganta o torso que había desagarrado.
El rostro de Guderian Scryton pasó de la fiereza a la más absoluta tranquilidad. De entre los cuerpos tullidos y sin vida que poblaban las calles de la capital, se erigían otros, de la misma forma que las espigas de cebada que se resistían al paso de la guadaña. Eran los vencedores.
Los soldados al mando de Guderian, comenzaron a aproximarse por la calle principal a su general, sorteando cadáveres y rematando a los que aún agonizaban a golpe de espada.
La ciudad había resistido duramente todo cuanto había podido. Pero eso no había sido suficiente para detener al invasor.
De entre el millar de supervivientes, medio centenar fueron seleccionados para acompañar a su líder. Escasos metros separaban a Scryton de su último objetivo: El Rey.

Las puertas del palacio de Trate se abrieron cautelosamente sin mucho estruendo; tan solo el que ofrecían las chirriantes bisagras.
Dentro reinaba la tranquilidad.
La comitiva avanzaba, con paso decidido, hacia la sala del trono por los desiertos pasillos que hacían el eco a las botas y armaduras de los soldados. Sin darse cuenta, a sus espaldas, otros pasos silenciosos se unían a los suyos. Y sin previo aviso, el silbante zumbido de una flecha pasó rozando la oreja izquierda del general e impactó en la nuca de uno de los soldados que iban más
avanzados.

-¡Desplegaos hacia las columnas! –el general Guderian se dio cuenta a tiempo de la emboscada para poner a cubierto a la mayoría de sus guardias.

-¡Estos maricones rebeldes no podrán con nosotros! –arengaba un comandante desde el otro lado del pasillo, en el bando contrario.

Las columnas que bordeaban el amplio pasillo central sirvieron de refugio mientras Scryton daba órdenes a sus hombres:

-¡Dos filas de escudos intercalados! –Ordenó -¡Ballestas detrás y avanzando! – gritó con voz potente. Y en un susurro audible movilizó al resto para que siguiera al grupo ya formado, pero pasando de una columna a otra, levantando de vez en cuando la cabeza.

Las escaramuzas y la guerra de despiste le habían valido a Scryton el apelativo de El Guerrillero.
La fila de escudos intercalados supuso que de ese modo el número de escuderos empleados sería menor que en dos filas completas, por lo que reservaba más escudos para los soldados que venían tras las ballestas.
Los sagitarios indudablemente eran los más vulnerables, pues la fila de escudos los cubría eficientemente, siempre y cuando no se irguieran para disparar.
Los soldados que jugaban al escondite de columna en columna, daban la impresión de que había más ballesteros de los que realmente disparaban. De ese modo tampoco se sabía el número de guardias que habían caído ni cuantos quedaban en pie.
La avanzadilla estaba a unos escasos cinco metros de los soldados de palacio, y las ballestas de Scryton habían caído en su mayoría. Los que no, les faltaba munición. Fue entonces cuando el general dio la orden de retirarlos y avanzar en carrera con los armaduras negras en pos de los escudos.
La lucha cuerpo a cuerpo fue encarnizada. El general había elegido bien a los soldados más fuertes o más diestros. Los guardias de palacio, aunque menos preparados, intentaban compensarlo con su fe en la lucha por el honor y la lealtad a la corona.
Pero de igual forma, no supusieron rival alguno para el imparable estoque de las fuerzas de Guderian.
Mutilados y ahogados en su propia sangre, los armaduras blancas fueron dejados atrás. Mientras, las espadas de los intrusos avanzaban de nuevo, ya sin resistencia, hacia la sala del trono, al final de ese mismo pasillo, pasando por encima de los cuerpos de algunos de sus compañeros.

Al llegar a su destino, el general llamó de forma impertinente a la puerta. No obtuvo respuesta. En cambio sabía que allí podía encontrar de todo menos resistencia armada.
No se equivocó, pues las palabras del rey Ulthar Lauser a la intromisión en la sala del trono estaban muy lejos de la oposición, pero también de la súplica:

-No encontrarás resistencia aquí, Guderian. –dijo –pero…

-Aunque cueste creerlo ya he tenido suficiente resistencia ahí fuera, Su Excelentísima. –exclamó Scryton de manera altanera mientras atravesaba la sala escoltado y se aproximaba al Rey.

-… tu guerra de terror sin fundamento debe terminar –sentenció Ulthar firmemente como si el general no lo hubiera interrumpido.

Guderian, cuya altura e imponencia eran semejantes a las del Rey, se mesó la poblada perilla como pensativo. A continuación, chasqueó la lengua y apretó los labios simulando sumisión y asentimiento a las tajantes palabras del Rey.

-Por supuesto Alteza, poco tenemos que hacer aquí ya. –respondió como afligido el general.

El monarca no apartó un solo instante la mirada de su interlocutor. Estaba extrañado ante la afirmación de Guderian, aunque en el fondo de su alma albergaba la vaga esperanza de que el amotinado general se marchara sin más. Todos se quedaron en silencio y nadie movió un músculo. El Rey habló:

-Sólo hay un lugar y un destino para los traidores, ex-general –sentenció duramente haciendo valer su autoridad real.

Scryton dio un paso hacia delante, con el Rey a escaso medio metro. Este no retrocedió y clavó sus ojos en los del general. Pero su mujer, la reina Isbelle de Helder, se aferró al brazo de su esposo temiendo lo peor.

-¿Y para los asesinos qué destino hay, Alteza? –preguntó retóricamente Guderian con la malicia plasmada en su grisácea mirada.

En la cara del Rey se reflejó la sorpresa, pero no por la afirmación del general, sino por la más dolorosa y molesta de las sensaciones. La espada de Srcyton volvía a estar manchada de sangre fresca. Sangre real. Con un sonido desagradable y viscoso Zadia salió del vientre de Ulthar.
La Reina profirió un grito ahogado y su esposo se desplomó sobre ella con la mirada aún puesta en su asesino. Isbelle de Helder se arrodilló con el Rey casi agonizante en su regazo bullendo sangre escarlatada por la boca.
Guderian no se molestó en limpiar su preciada espada como hacía después de cada enfrentamiento. La sangre se escurría por el borde de Zadia mientras su dueño contemplaba aquella grotesca imagen con total impasibidad. Mat y Theo, los dos hijos del Rey allí presentes, quedaron petrificados, gimoteando en silencio. Corrieron hacia sus padres, pero un leve suspiro de Scryton bastó para que se detuvieran. Les sonrió de manera amplia e infantil, sin mostrar los dientes:

-Llevadlos a los establos –encomendó a dos de sus guardias cambiando de pronto la expresión de su rostro.

Volvió su atención nuevamente a los reyes; Ulthar balbuceaba moribundo con la mirada perdida, mientras su esposa derramaba lágrimas silenciosas e impotentes sobre su rostro. Un charco de sangre empezó a rodearlos. Guderian compuso una expresión apenada muy mal fingida:

-Demasiada crueldad me sobrepasa. –exclamó teatralmente. –no soporto ver llorar así a una mujer de su categoría, mi reina –hizo una señal a dos guardias más para que la prendieran, y dio la orden de que la llevaran a los aposentos del Rey.

Los restantes soldados también salieron de la sala del trono por mandato del general y este se quedó a solas con el monarca. Guderian se acercó con petulancia al cuerpo inerte del Rey. Indudablemente había muerto. Su tono de piel había pasado del, de por sí pálido céreo, propio de los cindarios, a un tibio nacarado. El hilillo de sangre que salía por la comisura de su boca abierta había sido absorbido por su incipiente barba. Y sus ojos, azules e inexpresivos, habían perdido el nítido brillo de su mirada.
Aún así, apoyado en su preciada Zadia y con la rodilla sobre el charco de sangre, ya de color caoba, el general le susurró sin la menor aprensión y respeto:

-No me habéis respondido, viejo –sonrió maliciosamente -¿cuál es mi destino? –esperó un instante -¿nada? –arqueó las cejas –pues de momento, esto es mío. –dijo arrancándole el grueso anillo real y colocándoselo en el dedo erróneo –y... –alzó un dedo en espera, se levantó, pisó con fuerza en la sangre derramada y se fue hacia el trono –aaah… -suspiró con conformidad al sentarse en el mullido sitio del Rey, con sus brazos incómodamente posados sobre los del trono. -Este es mi sitio. Así lo habría querido mi padre. –volvió a levantarse, sin separarse de Zadia y su enigmático brillo oscuro, y se acercó nuevamente al rey: -ahora que soy tú, o como mínimo tengo tu autoridad y poder… -su rostro, su forma de expresarse se había vuelto más desquiciada y psicopática. Sus ojos se salían de las órbitas de propio sadismo. Sino hubiera estado solo, su acompañante habría dudado de su juicio. - …tengo ciertos… privilegios sobre tu mujer.

Dicho esto, la espada de Guderian volvió a brillar de forma siniestra al ser acariciada por la luz calicular que entraba por los ventanales, y elevada por el fuerte brazo de su poseedor.
Con un tajo casi limpio, la sangre salpicó la oscura armadura de fantrax del general.
El Rey y la monarquía habían sido descabezados.
Cuando Scryton salió de la sala del trono, lo hizo con gesto sereno. Caminó de forma rauda pero acompasada hacia los aposentos donde lo “esperaba” La Reina.

Entró con cautela en la habitación. Isbelle estaba echada en la cama. Su cabellera rojiza había perdido brillo, como ese fuego que acaba siendo brasa y después ceniza.
La mujer ni se inmutó ante la presencia de Guderian. Este se acercó a ella y le apartó el pelo de la cara. No estaba dormida y tampoco muerta. Su cara era una amalgama de sentimientos difícilmente descriptibles. Tenía los ojos abiertos y enrojecidos. Las lágrimas surcaban sus pálidas mejillas. Sus labios carnosos temblaban, posiblemente de rabia o de miedo.
El general, sentado a su lado, nunca se había fijado en ella de esa manera. Era realmente guapa a sus poco más de cuarenta años.

-¿Cómo estás, tía? –preguntó Guderian con picardía en tono compasivo.

La mujer no contestó, pero sus labios se apretaron. Su sobrino se dispuso a secarle con el dedo una lágrima que acaba de deslizarse hasta la comisura de su boca. Isbelle miró ese dedo como si fuera una suculenta salchicha y, con rabia, lo mordió despiadadamente.
Guderian gritó y arrancó su falange de los dientes de la reina.
Esta se había erguido en la cama con la boca manchada de sangre. Apretó los dientes y con el rostro descompuesto se lanzó contra el general. En un rápido movimiento este la abofeteó y su tía volvió a la sumisión anterior.

-¡Maldita zorra! –clamó Scryton mirándose el dedo. Le había quitado un trozo de carne.

Dicho esto se echó encima de ella y le arrancó el corsé de un tirón. La reina intentó zafarse, pero Guderian era bastante fuerte y algo más que la rabia hacía hervir su sangre.
La despojó de todo su atuendo real, para posteriormente despojarla también de toda su dignidad.


viernes, 20 de noviembre de 2009

Memorias

En ese instante todo en su mente se volvió gris.


Era el gris de un cielo nublado en una tarde fría de otoño. Las hojas caducas de álamos y chopos, que bordeaban el camino adoquinado, se iban depositando en el húmedo pavimento, mientras la lluvia caía sobre ellas creando un espeso y amortiguador manto de hojarasca.
La poca gente que circulaba por aquel jardín iba provista de paraguas que repelían la fuerte lluvia que arreciaba por momentos. Dos figuras jóvenes, un chico y una chica, eran la excepción.
Ambos estaban empapados y el tono de sus ropas había oscurecido a causa de que el agua había recalado. Sentados en los caballitos de un tiovivo abandonado no dejaban de reír mientras el óxido de la atracción, acentuado por la lluvia, hacía aquel artilugio cada vez más decadente.

-Me apetece algo fresquito. –decía el chico mientras tiritaba. – lástima que el puesto de los helados esté cerrado.

La chica miró hacia atrás observando una caseta azulada, coronada por un gran cucurucho de helado, que inusualmente estaba abierta. Chloe se volvió arqueando las cejas asombrada y Nick rió por lo bajo pero con bastantes ganas, y ella se contagió de esa risa.

-¡Madre mía! El señor Tiberius está cada vez peor. –dijo Chloe aún riendo.

Ambos cesaron de reír y observaron su comportamiento: hablaba solo, en una lengua que parecía inventada. Acto seguido y con una máquina de fumigar a la espalda comenzó a rociar la caseta con un líquido azulado mientras cantaba.

-Definitivamente sí –sentenció el chico.

Tim Tiberius absorto en su tarea, que parecía no iba a interrumpir ni aunque un huracán se llevara volando su caseta de helados, reparó en los chicos encaramados en el tiovivo a unos veinte metros de distancia de él.
Con la lluvia rebotando en su calva y sus gafotas redondas y empañadas, el heladero se acercaba lentamente hacia los chicos entornando los ojos como si intentara ver algo más allá de lo aparente. La fumigadora seguía expulsando ese líquido azulado que olía a perfume de mujer mezclado con sudor, hasta que una vez a la altura de Nick y Chloe, Tim dejó de bombear sustancia y dirigió unas palabras al chico sin reparar siquiera en su compañera:

-Algún día vendrás a mí, Nick Alaster –su voz parecía más sobria que nunca, sino fuera por la incoherencia de sus palabras. –y descubriré quién eres en realidad. –y dicho esto se marchó de nuevo hacia su caseta accionando la palanca de su fumigadora, y con el dispensador erguido para que el líquido fuera bombeando hacia arriba creando una especie de paraguas de sustancia sobre él al caer.

Hasta que el señor Tiberius no llegó a su heladería los chicos no intercambiaron miradas, ni articularon palabra alguna. La cara de pasmada de Chloe solo era superada por la de Nick, que por primera vez tragó saliva para intentar decir algo:

-Parece que está parando de llover. –fue todo lo que salió de su boca.

-¿Nos vamos? –preguntó la chica sin mirarlo.

La pregunta de Chloe fue retórica y toda respuesta que obtuvo fue que ambos bajaron de sus caballitos y comenzaron a caminar por el paseo adoquinado del frondoso jardín.
Las palabras del heladero surtieron un efecto en ellos diferente al que hubiera surtido en otra persona, en otro contexto y, por supuesto, dicho por otro que no fuera Tim Tiberius.

Caminaban lentamente como si no pensaran que de un momento a otro pudiera comenzar a llover de nuevo. Ninguno dijo nada sobre las palabras del heladero fumigador, pero si hablaron sobre otros temas. Nick recibió la idea sobre una nueva quedada con su amiga con una sonrisa en el preciso instante en el que una minúscula y brillante gota de agua cayó sobre su nariz. Chloe también debió notar el comienzo de un nuevo chaparrón porque se giró hacia su amigo y ambos, escudriñando la mirada del otro, comenzaron a correr a cualquier lugar a guarecerse.

-Vamos a mi casa, que está más cerca. –dijo Chloe resollando.


Su amigo se limitó a afirmar con la cabeza. La carrera apresurada de los jóvenes hacía chapotear el agua de los charcos que pisaban a su paso, hasta que un fuerte chapoteo destacó sobre los demás, y Nick sintió que su compañera de carreras ya no iba a su lado.
Se dio la vuelta aparatosamente y con sus piernas enredadas resbaló y cayó de bruces a los pies de la chica ya en el suelo.
Chloe estaba empapada; había caído de culo en un charco y Nick, un metro más adelante y mirando hacia ella, estaba bocabajo. El trasero de la chica estaba calado y experimentaba una mezcla de dolor y cosquilleo producto de la contusión. El chico tenía las palmas de las manos magulladas y los pantalones mojados.
La situación era cómica a la vez que embarazosa, pero no les importó que alguien pudiera reparar en ellos. Relajaron sus músculos y mirándose, para ver quien de los dos decía algo primero, comenzaron a reír sin poder contenerse mientras el aguacero irremediablemente caía sobre ellos.
Tampoco eso pareció importarles.

martes, 22 de septiembre de 2009

Mírala con alegría, aunque su brillo te diga lo contrario

Se nos escapa de entre los dedos fugaz, apenas lo percibimos. Pasa por delante de nuestros ojos, y no hacemos nada por impedirlo. En ocasiones no lo aprovechamos adecuadamente, pero siempre está un momento y se va con la rapidez con la que ha venido. No nos deja acariciarlo, disfrutarlo, almacenarlo, no le importa “¿qué pase?” en ese instante, se va de igual manera. ¿Y que nos queda de él? El recuerdo en nuestra memoria; ese lugar donde solo existe el pasado y no hay sitio para el futuro. Porque el futuro es solo una ilusión, una expectativa de algo que queremos que pase, pero que indudablemente sabemos que no lo hará a nuestra manera, sino ala suya: mas cruel y despiadada, limando los momentos, con sus garras afiladas hambrientas de vida, y de esperanza; y a su lado lo acompaña aquella, que con una guadaña, nos hace creer que es la liberadora del alma. Otra ponzoña inmunda, cruel y despiadada, que sin contemplaciones, nos guía hacia la incertidumbre.
Sin darnos cuenta miramos todas las noches su cara reflejada en la luna, a parte de ser testigo de la certeza del paso del día a la noche, de los días a los meses, de los meses a los años…
Siempre podemos hacer eso más llevadero. De qué modo, depende de cada uno. Cada uno toma sus decisiones, plantea sus dudas, da respuestas y forja un camino… y sin miedo, es tu camino, lo has elegido tu. Debes estar orgulloso de ello, en lo que te has convertido y afrontar lo que sea con una sonrisa igual de amplia que la que te dedicarán.


“Todo se aniquila, todo perece, todo pasa, solo permanece el mundo, solo dura el tiempo”
Diderot