lunes, 4 de octubre de 2010

La sombra del escorpión (año 1116 TZ)

Scryton paseaba montado en su caballo por un sombrío sendero rodeado por espesura en mitad de un inquietante bosque.

Debía ser de día, porque había demasiada luz para que fuera de noche. O quizás estuviera amaneciendo. Sí, muy probable. Aunque las copas de los retorcidos árboles se unían para no dejar ver ni el más mínimo resquicio del cielo.

Su montura se encontraba lejos de estar tranquila y, sin explicación alguna, un sudor frío recorría la frente del General.

Un espeso manto de niebla ocultaba los cascos y las pantorrillas del corcel, cuyo trotar era desacompasado. Tenía los ojos negros muy abiertos y Guderyan notaba el incesante movimiento de su cola de crin.

Los sentidos y la intuición del hombre eran sus mejores valedores. Pero no conocía aquel lugar. No sabía donde estaba, ni a donde conducía aquel tortuoso sendero.

Continuó avanzando en la total incertidumbre, cuando se dio cuenta de que no portaba arma alguna. Su respiración se agitó. No había ni una espada o daga colgada de la montura, ni en su talón ni en su espalda.

¿Cómo había llegado a aquella situación? ¿Dónde estaba Zadia y su filo que penetraba hasta en la armadura más fuerte?

Qué estúpido había sido.

El sudor era ahora más intenso, pero también más frío. Si había algo que realmente sacara de sus casillas a Guderian era la incertidumbre, la falta de control sobre las situaciones (cosa que muy pocas veces ocurría), el no saber. Pero no por ello su mente se bloqueaba, no. Al contrario, trabajaba a mayor ritmo.

Aunque en aquel lugar…

Árboles y arbustos a izquierda y derecha, un camino sin fin por delante, quizá tan largo como el que ya había recorrido, una visibilidad pésima y, para colmo, su caballo se inquietaba más con cada paso que avanzaban.

De repente, escuchó un leve crepitar de hojas secas a sus espaldas.

Volvió la cabeza.

Nada.

Pero al regresar la vista a frente, el sueve revoloteo de una hoja venida de arriba lo alarmó. Subió la mirada y allí estaba, el causante de su desasosiego.

Un pequeño durury. Una especie de mono del bosque de color gris, ojos anaranjados como platos y una larga cola que utilizaba para impulsarse. Miraba a Guderian, con unos enormes ojos saltones, como si fuera el primer ser vivo que se encontraba.

El Genereal soltó un resoplido aliviado y casi le dieron ganas de reír a carcajadas.

El durury saltaba de una rama a otra más inquieto que emocionado. Pero en uno de esos saltos acabó empalado por un enorme aguijón, que salía de la maleza, y que arrastró al animalillo, hasta perderlo en la espesura.

De pronto, la escasa luz, que penetraba entre el espeso follaje, quedó eclipsada por una descomunal criatura del tamaño de una tienda de campaña.

Guderyan no pudo sino cubrirse la cabeza con los brazos, en un acto reflejo, cuando el bicho se le echó encima. Pero no pasó lo que esperaba. Entre sus dedos estaba su preciada Zadia que hendió el aire cortando el caparazón del monstruo que lo atacaba.

Se escuchó un sonoro quejido y la criatura cayó al suelo muerta. De sus flancos derecho e izquierdo aparecieron dos más. Esta vez, ante el encabritamiento de su semental, el General pudo ver qué eran esas criaturas.

Eran de un color negro, que inexplicablemente relucía en la tenue atmósfera de aquel bosque indudablemente norteño. Tenían dos enormes pinzas en sus extremidades delanteras, que chasqueaban amenazantes y una enorme e inquietante cola que terminaba en un aguijón con forma de garfio.

“¿De dónde han salido estas…?” pensó Guderyan mientras intentaba estudiar sus movimientos.

Le habían contado historias que quitaban el sueño acerca de aquellas siniestras criaturas, que habitaban en los cálidos parajes de Tierra Libre.

Pero esta vez las historias se quedaban cortas ante el tamaño de aquellos escorpiones. O como los llamaban en la antigua lengua de los cindarios: scrytons.

El caballo del general corcoveaba y lanzaba coces allá donde las pinas chascaban como tijeras, produciendo crispantes sonidos en la quietud del bosque.

Guderyan se unió a la lucha junto a su corcel, y allí donde los temibles aguijones intentaban llegar a él, hendía a Zadia sin mucha fortuna.

No tenía escapatoria, sólo le quedaba dar la vuelta, ya que salirse del sendero era una temeridad casi igual que intentar pasar entre aquellos enormes insectos.

Cogió las riendas y sin dar la espalda a sus atacantes culeó hacia atrás para, en un momento dado, huir.

Pero un horrible crujido de hueso partido y el escalofriante relincho agónico de su caballo hicieron que, por primera vez, el temor del general se volviera auténtico pánico. El corcel cayó de espaldas con una pata trasera fracturada.

Por el rabillo del ojo, Guderyan pudo ver dos sombras negras más. No tan grandes como las que tenía delante pero también considerables.

Su espalda tocó el suelo aprisionando el brazo bajo esta, haciendo que el hombro se le desencajara, pero apenas notó el dolor.

Jamás había caído de un caballo, ni siquiera cuando su padre, Rodin Scryton, lo enseñó a montar a los 4 años.

Las dos sombras a su espalda se volvieron más nítidas, transformándose en dos escorpiones más pequeños que los otros.

Donde debían tener los ojos aparecieron dos caras; dos niños. Le resultaban familiares, pero más aún cuando:

-Nos enviaste a los establos –decían con voz infantil y fantasmal. –y nos hicieron cosas feas.

-Muy feas –dijo el otro niño.

Los escorpiones con las caras de Matt y Theo se acercaban con el semblante triste hacia donde Guderyan yacía atrapado.

-Éramos parte de tu familia, Guderyan. –dijo la voz de Ulthar. En uno de los insectos grandes apareció la cara del rey asesinado. –nos mataste como si fuéramos viles ladrones.

Tumbado en el suelo, el aludido luchaba por zafarse de su caballo, que inútilmente intentaba levantarse.

-Te dimos el rango de oficial… -comenzó Isbelle de Helder.

-¡Me disteis una mierda! –gritó Guderyan con el rostro desencajado. –me quitasteis lo que era mío por derecho.

-Pero no matamos a nadie para ello. –la voz de Ulthar hacía temblar el suelo a medida que el escorpión con su cara se acercaba. –hasta ahora.

Tras decir eso una de sus pinzas se cerraron en torno al cuello del corcel y este dejó de relinchar, con el cuello partido y la sangre brotando en potentes chorros color escarlata.

Guderyan estaba más atrapado que nunca. El caballo era inamovible ahora que estaba muerto, y Zadia se había perdido entre la maleza, fuera de su alcance.

-No podéis matarme; el veneno del escorpión fluye por mi sangre. –argumentó a la desesperada.

-No nos ha hecho falta veneno para matar a tu caballito. –sentenció Isbelle.

Guderyan quedó petrificado.

-El escorpión que es tu símbolo y te da el apellido será el que acabe contigo. –dijo Ulthar sonriente. –un día tu propio veneno, que fue tu origen, será tu final.

-¡Que os follen! –gritó el general.

Los afilados aguijones de los scrytons subieron y bajaron sobre él, hundiéndose en su pecho y en su cara.

~~~

Con la frente empapada de sudor, Guderyan abrió los ojos y exhaló agonizante como si volviera a la vida tras años de letargo.

Todo su cuerpo estaba empapado de sudor, que se tornaba frío por momentos. Permaneció inmóvil y recorrió con la mirada la estancia para comprobar dónde se encontraba.

Tenía el brazo izquierdo bajo su espalda, retorcido y entumecido; lo estiró con dificultad notando un cosquilleo de formicación con forme la sangre volvía a fluir por él.

Aún confuso por la terrible pesadilla, casi se sobresaltó al notar una delicada mano femenina posada sobre su pecho, que subía y bajaba con su respiración.

La mujer a su lado era muy joven, no más de 16 años, tez morena y cabello negro azabache, exótico y extraño en aquella zona. De labios carnosos y pechos pequeños y turgentes. Respiraba con profundidad, como si aún reviviera la noche anterior en sueños.

Guderyan la miró mientras los débiles rayos del sol de aquella mañana de abastos, entraba por la rendija de la entrada a la tienda de campaña del general.

A pesar de ello, notó un tremendo escalofrío en su piel desnuda y procedió a arroparse hasta el cuello con las gruesas pieles de animales lanudos de las montañas.

“No estoy nervioso, sólo es la brisa de la mañana” se dijo así mismo.



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