viernes, 27 de noviembre de 2009

El Usurpador (año 1115 TZ)



Guderian miró en derredor jadeante, mientras el último resistente caía muerto a sus pies con un desgarrador alarido.
Las calles de Odderlof estaban plagadas de cadáveres. Estos y la sangre derramada habían sustituido a los adoquines y al cemento como pavimento del suelo.
La espada del general rezumaba calor. Era el fragor de la batalla reflejado en cada muesca, en cada salpicadura. En cada garganta o torso que había desagarrado.
El rostro de Guderian Scryton pasó de la fiereza a la más absoluta tranquilidad. De entre los cuerpos tullidos y sin vida que poblaban las calles de la capital, se erigían otros, de la misma forma que las espigas de cebada que se resistían al paso de la guadaña. Eran los vencedores.
Los soldados al mando de Guderian, comenzaron a aproximarse por la calle principal a su general, sorteando cadáveres y rematando a los que aún agonizaban a golpe de espada.
La ciudad había resistido duramente todo cuanto había podido. Pero eso no había sido suficiente para detener al invasor.
De entre el millar de supervivientes, medio centenar fueron seleccionados para acompañar a su líder. Escasos metros separaban a Scryton de su último objetivo: El Rey.

Las puertas del palacio de Trate se abrieron cautelosamente sin mucho estruendo; tan solo el que ofrecían las chirriantes bisagras.
Dentro reinaba la tranquilidad.
La comitiva avanzaba, con paso decidido, hacia la sala del trono por los desiertos pasillos que hacían el eco a las botas y armaduras de los soldados. Sin darse cuenta, a sus espaldas, otros pasos silenciosos se unían a los suyos. Y sin previo aviso, el silbante zumbido de una flecha pasó rozando la oreja izquierda del general e impactó en la nuca de uno de los soldados que iban más
avanzados.

-¡Desplegaos hacia las columnas! –el general Guderian se dio cuenta a tiempo de la emboscada para poner a cubierto a la mayoría de sus guardias.

-¡Estos maricones rebeldes no podrán con nosotros! –arengaba un comandante desde el otro lado del pasillo, en el bando contrario.

Las columnas que bordeaban el amplio pasillo central sirvieron de refugio mientras Scryton daba órdenes a sus hombres:

-¡Dos filas de escudos intercalados! –Ordenó -¡Ballestas detrás y avanzando! – gritó con voz potente. Y en un susurro audible movilizó al resto para que siguiera al grupo ya formado, pero pasando de una columna a otra, levantando de vez en cuando la cabeza.

Las escaramuzas y la guerra de despiste le habían valido a Scryton el apelativo de El Guerrillero.
La fila de escudos intercalados supuso que de ese modo el número de escuderos empleados sería menor que en dos filas completas, por lo que reservaba más escudos para los soldados que venían tras las ballestas.
Los sagitarios indudablemente eran los más vulnerables, pues la fila de escudos los cubría eficientemente, siempre y cuando no se irguieran para disparar.
Los soldados que jugaban al escondite de columna en columna, daban la impresión de que había más ballesteros de los que realmente disparaban. De ese modo tampoco se sabía el número de guardias que habían caído ni cuantos quedaban en pie.
La avanzadilla estaba a unos escasos cinco metros de los soldados de palacio, y las ballestas de Scryton habían caído en su mayoría. Los que no, les faltaba munición. Fue entonces cuando el general dio la orden de retirarlos y avanzar en carrera con los armaduras negras en pos de los escudos.
La lucha cuerpo a cuerpo fue encarnizada. El general había elegido bien a los soldados más fuertes o más diestros. Los guardias de palacio, aunque menos preparados, intentaban compensarlo con su fe en la lucha por el honor y la lealtad a la corona.
Pero de igual forma, no supusieron rival alguno para el imparable estoque de las fuerzas de Guderian.
Mutilados y ahogados en su propia sangre, los armaduras blancas fueron dejados atrás. Mientras, las espadas de los intrusos avanzaban de nuevo, ya sin resistencia, hacia la sala del trono, al final de ese mismo pasillo, pasando por encima de los cuerpos de algunos de sus compañeros.

Al llegar a su destino, el general llamó de forma impertinente a la puerta. No obtuvo respuesta. En cambio sabía que allí podía encontrar de todo menos resistencia armada.
No se equivocó, pues las palabras del rey Ulthar Lauser a la intromisión en la sala del trono estaban muy lejos de la oposición, pero también de la súplica:

-No encontrarás resistencia aquí, Guderian. –dijo –pero…

-Aunque cueste creerlo ya he tenido suficiente resistencia ahí fuera, Su Excelentísima. –exclamó Scryton de manera altanera mientras atravesaba la sala escoltado y se aproximaba al Rey.

-… tu guerra de terror sin fundamento debe terminar –sentenció Ulthar firmemente como si el general no lo hubiera interrumpido.

Guderian, cuya altura e imponencia eran semejantes a las del Rey, se mesó la poblada perilla como pensativo. A continuación, chasqueó la lengua y apretó los labios simulando sumisión y asentimiento a las tajantes palabras del Rey.

-Por supuesto Alteza, poco tenemos que hacer aquí ya. –respondió como afligido el general.

El monarca no apartó un solo instante la mirada de su interlocutor. Estaba extrañado ante la afirmación de Guderian, aunque en el fondo de su alma albergaba la vaga esperanza de que el amotinado general se marchara sin más. Todos se quedaron en silencio y nadie movió un músculo. El Rey habló:

-Sólo hay un lugar y un destino para los traidores, ex-general –sentenció duramente haciendo valer su autoridad real.

Scryton dio un paso hacia delante, con el Rey a escaso medio metro. Este no retrocedió y clavó sus ojos en los del general. Pero su mujer, la reina Isbelle de Helder, se aferró al brazo de su esposo temiendo lo peor.

-¿Y para los asesinos qué destino hay, Alteza? –preguntó retóricamente Guderian con la malicia plasmada en su grisácea mirada.

En la cara del Rey se reflejó la sorpresa, pero no por la afirmación del general, sino por la más dolorosa y molesta de las sensaciones. La espada de Srcyton volvía a estar manchada de sangre fresca. Sangre real. Con un sonido desagradable y viscoso Zadia salió del vientre de Ulthar.
La Reina profirió un grito ahogado y su esposo se desplomó sobre ella con la mirada aún puesta en su asesino. Isbelle de Helder se arrodilló con el Rey casi agonizante en su regazo bullendo sangre escarlatada por la boca.
Guderian no se molestó en limpiar su preciada espada como hacía después de cada enfrentamiento. La sangre se escurría por el borde de Zadia mientras su dueño contemplaba aquella grotesca imagen con total impasibidad. Mat y Theo, los dos hijos del Rey allí presentes, quedaron petrificados, gimoteando en silencio. Corrieron hacia sus padres, pero un leve suspiro de Scryton bastó para que se detuvieran. Les sonrió de manera amplia e infantil, sin mostrar los dientes:

-Llevadlos a los establos –encomendó a dos de sus guardias cambiando de pronto la expresión de su rostro.

Volvió su atención nuevamente a los reyes; Ulthar balbuceaba moribundo con la mirada perdida, mientras su esposa derramaba lágrimas silenciosas e impotentes sobre su rostro. Un charco de sangre empezó a rodearlos. Guderian compuso una expresión apenada muy mal fingida:

-Demasiada crueldad me sobrepasa. –exclamó teatralmente. –no soporto ver llorar así a una mujer de su categoría, mi reina –hizo una señal a dos guardias más para que la prendieran, y dio la orden de que la llevaran a los aposentos del Rey.

Los restantes soldados también salieron de la sala del trono por mandato del general y este se quedó a solas con el monarca. Guderian se acercó con petulancia al cuerpo inerte del Rey. Indudablemente había muerto. Su tono de piel había pasado del, de por sí pálido céreo, propio de los cindarios, a un tibio nacarado. El hilillo de sangre que salía por la comisura de su boca abierta había sido absorbido por su incipiente barba. Y sus ojos, azules e inexpresivos, habían perdido el nítido brillo de su mirada.
Aún así, apoyado en su preciada Zadia y con la rodilla sobre el charco de sangre, ya de color caoba, el general le susurró sin la menor aprensión y respeto:

-No me habéis respondido, viejo –sonrió maliciosamente -¿cuál es mi destino? –esperó un instante -¿nada? –arqueó las cejas –pues de momento, esto es mío. –dijo arrancándole el grueso anillo real y colocándoselo en el dedo erróneo –y... –alzó un dedo en espera, se levantó, pisó con fuerza en la sangre derramada y se fue hacia el trono –aaah… -suspiró con conformidad al sentarse en el mullido sitio del Rey, con sus brazos incómodamente posados sobre los del trono. -Este es mi sitio. Así lo habría querido mi padre. –volvió a levantarse, sin separarse de Zadia y su enigmático brillo oscuro, y se acercó nuevamente al rey: -ahora que soy tú, o como mínimo tengo tu autoridad y poder… -su rostro, su forma de expresarse se había vuelto más desquiciada y psicopática. Sus ojos se salían de las órbitas de propio sadismo. Sino hubiera estado solo, su acompañante habría dudado de su juicio. - …tengo ciertos… privilegios sobre tu mujer.

Dicho esto, la espada de Guderian volvió a brillar de forma siniestra al ser acariciada por la luz calicular que entraba por los ventanales, y elevada por el fuerte brazo de su poseedor.
Con un tajo casi limpio, la sangre salpicó la oscura armadura de fantrax del general.
El Rey y la monarquía habían sido descabezados.
Cuando Scryton salió de la sala del trono, lo hizo con gesto sereno. Caminó de forma rauda pero acompasada hacia los aposentos donde lo “esperaba” La Reina.

Entró con cautela en la habitación. Isbelle estaba echada en la cama. Su cabellera rojiza había perdido brillo, como ese fuego que acaba siendo brasa y después ceniza.
La mujer ni se inmutó ante la presencia de Guderian. Este se acercó a ella y le apartó el pelo de la cara. No estaba dormida y tampoco muerta. Su cara era una amalgama de sentimientos difícilmente descriptibles. Tenía los ojos abiertos y enrojecidos. Las lágrimas surcaban sus pálidas mejillas. Sus labios carnosos temblaban, posiblemente de rabia o de miedo.
El general, sentado a su lado, nunca se había fijado en ella de esa manera. Era realmente guapa a sus poco más de cuarenta años.

-¿Cómo estás, tía? –preguntó Guderian con picardía en tono compasivo.

La mujer no contestó, pero sus labios se apretaron. Su sobrino se dispuso a secarle con el dedo una lágrima que acaba de deslizarse hasta la comisura de su boca. Isbelle miró ese dedo como si fuera una suculenta salchicha y, con rabia, lo mordió despiadadamente.
Guderian gritó y arrancó su falange de los dientes de la reina.
Esta se había erguido en la cama con la boca manchada de sangre. Apretó los dientes y con el rostro descompuesto se lanzó contra el general. En un rápido movimiento este la abofeteó y su tía volvió a la sumisión anterior.

-¡Maldita zorra! –clamó Scryton mirándose el dedo. Le había quitado un trozo de carne.

Dicho esto se echó encima de ella y le arrancó el corsé de un tirón. La reina intentó zafarse, pero Guderian era bastante fuerte y algo más que la rabia hacía hervir su sangre.
La despojó de todo su atuendo real, para posteriormente despojarla también de toda su dignidad.


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