miércoles, 21 de julio de 2010

BAJO EL DOMINIO DE LA NOCHE

Hacía tiempo que no publicaba nada y he encontrado este fragmento por ahí, el cual iba a ser y sigue siendo el origen de mi personaje predilecto:


Era una noche extraña. De esas que no se repetían en mucho tiempo.
La luna quedaba eclipsada por un espeso manto de nubes que murmuraban. Su vigoroso resplandor llegaba a penas como una anaranjada claridad mortecina.
Una densa neblina se había apoderado del muelle y los embarcaderos de la ciudad costera de Verice. Los escasos barcos que estaban dispuestos a faenar en una noche tan cerrada, lo hacían con cierto temor.
La leve brisa hacía tambalearse el letrero de un antro llamado El Gato Tuerto. Allí el alcohol, las prostitutas y la farra estaban tan a la orden del día como las reyertas.
Pero esa noche no. Esa noche la discusión más acalorada era la que el tabernero, medio ebrio, mantenía con su copa de coñac.

En el centro mismo las calles estaban desiertas. Los carruajes estaban apostados a la espera de clientela. Y los murciélagos y aves nocturnas revoloteaban de forma extraña sorteando a su vez edificios, farolas y chimeneas.
Las suntuosas casas, en su mayoría con amplios ventanales y exquisitas molduras, emitían la tintineante luz del fuego a través de las cortinas de felpa echadas.

La tormenta se cernía sobre Verice. Los murmullos eran ahora truenos que sucedían a centelleantes relámpagos.

El extrarradio suburbano era la zona más castigada por las tormentas. Las casas allí erigidas quedaban reservadas para la clase media-baja. Su acondicionamiento y desagüe eran deplorables, permitiendo que la acumulación de aguas torrenciales fuera la pesadilla de sus habitantes. Por no mencionar la, de momento no muy acentuada, insalubridad.
Era el precio que había que pagar a cambio de una ya miserable vida.
Como decía el refranero: a perro flaco, todo son pulgas.

En esta zona, el silencio no era tan sepulcral como en el centro. Los intensos ladridos de un joven cánido hacían de coro a un viejo vagabundo que canturreaba en un callejón que ampliaba su voz.

Pero a semejanza de la zona próspera de la ciudad, las calles estaban desiertas. Tan solo esa neblina fantasmal campaba a sus anchas.
Al poco rato el vagabundo dejó de cantar. Sin embargo el can continuaba con su particular lucha contra el silencio roto por los truenos cada vez más intensos y continuos.
Una chirriante ventana se abrió y una potente voz varonil reprendió al animal. O mejor dicho, a su dueño:

-¡Maldita sea, Crawler, haz callar a tu jodido perro! –gritó. Pero los Crawler no estaban en casa desde hacía varios días.
Por ello, los improperios y amenazas de Hogan Murstein, que casi todas terminaban nombrando a su preciada ballesta, fueron en vano. La ventana cerró de un portazo, y con ella el señor Murstein y su particular verborrea cesaron.

Lo normal también era que, todas las noches, los gatos se arremolinaran junto a los montones de desperdicios a expensas del carromato que los recogía. Pero esa noche no.
Esa noche un impertérrito felino de piel oscura y ojos amarillos, permanecía rígido e impasible, con la mirada perdida oteando hacia ninguna parte. Aunque se podría asegurar que la niebla no mermaba su campo de visión.
Parecía ausente, sin las típicas preocupaciones que pudiera tener un animal como él; comer, huir de algo o alguien o maullar por algún motivo.
No. Parecía como si esperara. Como un pescador espera que un pez pique en su anzuelo. Como un enamorado una señal de su amada.
Sólo esperaba.

Unas tímidas y gráciles gotas de lluvia comenzaron a acariciar ventanas y claraboyas. La neblina se disipó levemente. En ese instante, un violento y fulgurante rayo surcó el cielo dando la impresión de que iba a resquebrajar el firmamento. Pero el trueno fue aún más impactante; como una docena de timbales aporreados sin intención musical.
Eso sacó al felino de su abstracción y volvió a sus instintivos reflejos cobijándose bajo unos tablones de madera.
Las tímidas gotas de lluvia eran ahora afilados dardos impulsados por el silbante viento. La niebla había terminado de disiparse, pero el resultado fue mucho peor. La inestabilidad del exterior habría catalogado como, algo más que de imprudente al que hubiera pisado la calle en aquel momento.
El panorama era poco menos que dantesco. Pero nada comparado con la situación en la mar. Ya no había nada que impidiera pensar que la jornada de pesca quedaba clausurada. Por esta razón, El Gato Tuerto recibió sus primeros y únicos clientes esa noche.

Los desagües y canalejas no daban abasto en los suburbios. Los desniveles del terreno provocaban el estancamiento del agua y la creación de enormes charcos. Pero la precaución de sus vecinos, a pesar del inusual torrente, proveyó de trancos y otros aislamientos a algunas puertas.
Sin embargo la calle parecía un cabal poco profundo en algunas zonas. Los únicos tramos que escapaban de las inundaciones eran los callejones cubiertos.

De uno de ellos, y como si la sombra la hubiera escupido, surgió una figura envuelta en penumbra. Caminaba de forma trémula y titubeante.
El viento enarbolaba su ajado mantón, que le llegaba hasta mitad de la pantorrilla, dejando ver unas piernas claramente femeninas.
Bajo la capucha su pelo y su cara estaban empapados.
Su cuerpo entero se estremecía y temblaba con cada ráfaga. Y el agua recalaba también hasta su humilde vestido harapiento. Pero, aún así, y de manera incluso recelosa, cuidaba de que el voluminoso fardo que portaba no sufriera ninguna de esas inclemencias.
Tambaleante iba de un lado a otro de la calle, buscando signos de vida interior en las casas circundantes. Hasta que en una, la tintineante luz de un candil, dejó ver sus jóvenes facciones.
Era una chica guapa de tez cerúlea aunque de sonrojadas mejillas. Su cara era el reflejo vivo de la tragedia, de la desesperación. Si no hubiera tenido la cara mojada por la lluvia, las lágrimas habrían recorrido solitarias su rostro.
Profirió un sollozo y observó el interior de la casa. A través de la ventana se podía ver a una mujer rubia, poco mayor que ella, zurciendo unos modestos pantalones de lino a la tenue luz de un candil de aceite.
La estancia era muy modesta, pero acogedora. Posó una mano temblorosa en el cristal con aire melancólico. Habría dado lo que fuera por un lugar como ese.
Nuevamente sollozó y por primera vez, desde que salió del callejón, reparó en el fardo que portaba. Una rosada carita de bebé con un penacho de pelo oscuro asomaba por encima de una maraña de trapos y mantas.
La mujer sintió una punzada en el pecho y un nudo en la garganta. Quiso decir algo en la soledad de aquella intrincada noche, pero no pudo.
Lo único que se escuchó fue el gorjeo de la lluvia sobre el encharcado suelo. Y a intervalos dispares y arrítmicos, la horda de timbales que atronaban el oscuro cielo.
Los pies de la muchacha, cubiertos por una fina tela y una desgastada suela a modo de calzado, chapotearon hasta la puerta principal de aquella casa.
En ese instante no se percató a tiempo de la llegada de un rimbombante carruaje tirado por dos hermosos corceles negros. El coche pasó a toda velocidad por su lado levantando un embate de agua estancada de una poza. La mujer tan solo pudo dar la espalda para proteger a su hijo, con la contrapartida de que quedó empapada desde los pies hasta los hombros.
Eso la hizo estremecerse aún más. De ella se apoderó una incesante tiritona. Comprobó que su protección había resultado efectiva para evitar que su bebé acabara empapado también. Pero lo que no pudo evitar fue un silencioso llanto que la envolvió, fruto de la desesperación y la impotencia.

Sin más preámbulos se decidió por fin por un lugar seguro donde dejar a su hijo. Aquella casa parecía acogedora y tranquila; todo lo buena que se podía esperar en ese momento. Cualquier cosa era mejor que la inmundicia de caminar bajo la tormenta, una noche como aquella y sin la expectativa de un lugar para guarecerse.
La joven clavó sus rodillas desnudas en el enfangado suelo. En otro momento quizás se hubiera hecho daño, pero en ese instante no.

Cogió con mucho cuidado al bebé, enfundado en trapos y mantas, y lo depositó en el zaguán de la puerta principal. La delicadeza de los movimientos de la chica contrastaba con la violenta tormenta, que poco parecía importarle.
De uno de los bolsillos de su ajado vestido sacó un trozo de papel de pescadero. En él garabateó con carboncillo una extraña palabra y lo metió entre los trapos que abrigaban a su hijo.
Acto seguido se agachó junto a su cabecita, y con sus fríos y a la vez cálidos labios acarició la frente del niño.
Quiso la providencia que un fúlgido rayo surcara el cielo e iluminara la tez del neonato, confiriéndole un aire ancestral y, por qué no decirlo, mágico.
Su madre sollozó en silencio. Quería, en parte, que ese instante no acabara ahí. No quería abandonar así, al sereno, a la sangre de su sangre. Pero las circunstancias eran innegables, y era eso o nada. La nada significaba enfermedad, pobretería, soledad… y la única manera de cambiar esa suerte era así.

Quizás fuera el relámpago o la ausencia del calor corporal materno, pero el niño despertó.
Lloró, acompañando tal vez el sentimiento de su madre. Pero ésta estaba ya a unos pasos de distancia de él.
Al otro lado de la puerta, dentro de la casa, se escuchó un leve tropel de pasos.
La moribunda y joven madre debió notarlo, e instintivamente giró la cabeza para comprobarlo. Pero sus piernas se entrelazaron y hundió el pie en una pequeña poza. Su tobillo se torció y cayó de rodillas. Esta vez sí le dolió, y con las piernas ensangrentadas se levantó y corrió cojeando hasta un callejón desde donde pudiera observarlo todo.
La puerta de la casa se abrió y la luz del vestíbulo escapó del interior. Una joven rubia salió y descubrió el fardo allí mismo, en su portal. Era un bebé y, tal y como su oído le había indicado instantes antes, estaba llorando. No lo dudó ni un momento; lo cogió e intentó calmarlo con un suave traqueteo.
Miró a ambos lados de la calle. Pero, aunque hubiera podido, no habría visto a nadie. La lluvia, que caía a borbotones, todo lo hacía más confuso.


Para Pepe

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